Periodismo, antifascismo, antiracismo, literatura, semiótica, lenguaje, música y algunas cosas que vayan surgiendo...
viernes, 11 de noviembre de 2011
XXIII
miércoles, 2 de noviembre de 2011
Entregas XX y XXI de H*A*D*A*S
El legado de Negro
Negro estaba muerto, de eso no había duda. Los Gato restantes sabían que si sobrevivía al menos uno de ellos, ese se encargaría de que el nombre del muerto se recordara para siempre, mientras hubiera un Gato, se sabría que Negro había estado en poder de las brujas, pero que su extraordinaria fuerza de voluntad le había permitido vencer el control de miles de H*A*D*A*S que habían contaminado su cerebro y sus sistema nervioso, que se habían adueñado de su voluntad.
Incluso los Perro estaban maravillados, no eran inmunes ante ese portento y aullaron hacia las lunas dobles para jurar que Negro sería vengado. En la muy larga historia de ambas razas no era la primera ocasión que se hacía una promesa de este tipo, pero tampoco era algo demasiado comùn.
H*A*D*A*S XXI
Nuevo interludio
Hoy lloré toda la noche. Amanecí con los ojos hinchados y las mejillas pegagosas. Me lavé la cara con agua fría y me unté mucha grasa y arena para estar seco. Seguramente estuve soñando con algo que, por fortuna, no recuerdo. Dicen los magos que no es bueno llorar dormido, pero difícilmente es algo que se puede evitar. Me vestí con los ropajes adecuados para recibir a la chusma de las infrarrazas en el día de dignatarios y visitantes extranjeros y me preparé para fingir que los escucho.
Mi asistente me habló de una delegación de Gato y Perro que desean hablar conmigo para negociar los derechos de paso por mi marca.
Le pregunté al siervo, malhumorado como debo dirigirme a mis inferiores en mi investidura de señor de la frontera, si estaba seguro de que se trataba de una delegación mixta, que si no se trataría de dos grupos.
Con terror en sus ridículos ojos acuosos, pero voz firme, me aseguró que era una sola: “son varios Perro y dos Gato; el jefe es, aparentemente, uno de los Gato”. Por un momento pensé en matar al sirviente nada más por el gusto de hacerlo y para ocultar mi momentánea turbación, pero solo pensar en que su reemplazo sabría todavía menos que él de los asuntos del día me hizo perdonarle la vida.
De todas maneras, disparé mi escopeta ceremonial cargada de perdigones envenenados, aunque me olvidé convenientemente de hacerlo hacia la galería. Diez, tal vez doce señores de infrarrazas fueron alcanzados. Por supuesto, nadie los retiró y cuando por fin murieron, los magos se acercaron a ver si encontraban algún aviso en las manchas de sangre y las entrañas desgarradas. No encontraron nada importante, por lo que los sirvientes aventaron los cadáveres por la ventana, para alimento de los cerdos reales.
Pensar en eso me abrió el apetito y pedí el desayuno. Chuleta ahumada de esos cerdos, por supuesto, y sidra tibia. Los cerdos alimentados con carne de mamíferos pensantes es insuperable.
Dejé entrar a los forasteros. No me gustan los Gato ni los Perro, y menos me gustaron estos, pero les escuché pacientemente, recibí sus ridículos presentes y los dejé seguir.
Subí al observatorio y los vi caminar hasta que se perdieron en la bruma. Ni siquiera a mí me gusta el lugar al que van. De todas maneras, los magos pasaron a las brujas toda la información que pudieron recabar y mucha más que, seguramente, inventaron.
Los lagartos, sobre todo los que lloramos por las noches, realmente somos creaturas muy imaginativas.
viernes, 28 de octubre de 2011
Celos
Los celos me torturan. Pienso en ella en otro lugar, pienso en ella en otra cama, pienso en ella con... ¡No! Ni siquiera quiero decirlo a la luz del dìa, que los demonios se queden en la noche, cuando puedo luchar, cuando me despojo de la ropa y salgo por la ventana y corro por las azoteas rompiendo las jaulas de los pajaritos, destrozando sábanas colgadas y volcando botes de basura.
Corro durante horas. Los perros me ladran, los gatos me miran esperando atrapar alguna de las aves que libero. Luego, cuando estoy cansado, subo a algùn edificio alto y desde allì, le grito a la luna invisible en estos cielos, luego regreso, entro por la ventana y me duermo.
martes, 20 de septiembre de 2011
Rendición
It was a terrible thing to see you're dying
It was a terrible thing
It was a terrible thing to see you're dying inside
To see you die
viernes, 9 de septiembre de 2011
Otra forma de infierno
miércoles, 17 de agosto de 2011
El mago
lunes, 18 de julio de 2011
El sótano, versión completa
Ella estaba atrapada. Corría por los largos pasillos del sótano hirviente donde estaba confinada. Las penumbras, el humo y el calor la desorientaban. Corría hasta chocar con las rugosas paredes que le sangraban los brazos y la cara. Caía al suelo y lloraba. Se mecía los cabellos con los dedos sin uñas —las había perdido en sus múltiples choques contra las paredes y el piso— pero ni siquiera tenía el triste consuelo de echarse al suelo a sollozar, porque el piso estaba muy caliente y húmedo.
Se paraba temblando y volvía a correr. Una luz a lo lejos, una pequeña corriente de aire, la hacían concebir la esperanza de que pudiera haber una salida, pero no eran más que perversas artimañas que su captor, el dueño de esos sótanos, ideaba para hacerla sufrir más.
Ella se sentía culpable cada vez que pensaba en escapar. “Yo acepté venir”, pensaba. “Yo prometí quedarme”, se decía. “Si yo fuera buena, no me castigaría”, se recriminaba. Ella seguía corriendo. Alguien (que no podía ser nadie más que el amo del sótano) le metía el pie para que cayera, o abría intempestivamente alguna puerta para que se estampara en ella y las astillas de la madera podrida se le enterraran en la piel. Bella tenía hambre, pues comía sólo cuando él quería que lo hiciera, y eso sólo después de que ella le suplicara, le prometiera que será buena, que no lo haría enojar.
Pero él era El Hombre Desagradable. Le gustaba estar enojado, le gustaba que ella sufriera. La trajo desde un reino lejano, en un mundo distante, y la sedujo, la hizo creer que era poderoso, la hizo pensar que la amaba, la indujo a creer que lo necesitaba. Entonces, cuando ya era suya en todos los sentidos, él comenzó a torturarla.
Ideó múltiples formas, todas violentas, todas humillantes, todas dolorosas. Después, El Hombre Desagradable se ponía su traje de Persona Bondadosa y caracterizado, le explicaba largamente a la bella que él tenía que ser así por su bien, que se diera cuenta de todo lo que él la amaba, de todos los sacrificios que había hecho por ella.
Ella lo escuchaba y asentía. Entendía, entonces, por qué él le había tenido que cortar sus largas alas y por qué tenía que irle arrancando las plumas cada vez que empezaban a salir de nuevo; comprendía por qué había tenido que perder los ojos y en lugar de ellos, tener que usar esferas de acero que sólo le permitían ver lo que era apropiado para ella.
El Hombre Desagradable era astuto. No hay que negar que también era inteligente. Con los desconocidos, siempre vestía sus atavíos de Varón Encantador, de Profesional Inteligente o de Persona Poderosa. En realidad, vestía como le hubiera gustado ser. Aunque, tampoco podría negarlo nadie, también disfrutaba siendo El Hombre Desagradable. El dolor, cuando lo padecía su víctima, le parecía no sólo excitante, sino algo de lo más exquisito. Y a él le gustaba mucho disfrutarlo, tenía todo el derecho. Si a la bella le lastimaba, pues peor para ella, él tenía hambre y debía alimentarse.
El Hombre Desagradable era el peor de los vampiros. Comía dolor y se nutría de belleza y de alegría; de inocencia e inteligencia. Eso era lo que verdaderamente lo hacía sentir vivo, poderoso. Eso es lo que necesitaba de la bella cautiva.
Ahora, ella seguía corriendo, seguía cayendo, seguía sangrando. “¡Soy tan desgraciada!”, gritaba en silencio, para que él no la oyera y se enfureciera, y pensaba en extender sus alas grandes, magníficas —que ya no tenía— y volar hacia las lunas gemelas de ese mundo, aunque supiera que nunca podría alcanzarlas. “Al menos sería libre”, sollozaba la bella mientras adolorida se levantaba, una vez más, del asqueroso e hirviente piso del sótano.
II
Trovador cantaba historias de los diversos lugares que había conocido, historias de los mundos del azúcar, donde había dejado a su pequeña hija; de los mundos de altas torres de vidrio y platino en los que los mendigos se apiñaban bajo los puentes, pero sobre todo de los mundos de montañas verdes y brumas profundas que se habían convertido en sus favoritos.
Trovador iba de un lado a otro lleno de anécdotas y cuentos que cantaba ante públicos que le pagaban por ello, en un trabajo que no solamente le gustaba, sino que era todo para él. O casi todo, porque el contador de historias tenía un gran amor secreto. Amaba a la bella que había volado muy lejos. Esa no era una historia que contara, sino que guardaba en su corazón. Él creía, o quería creer como muchos, que la bella era feliz. O bueno, que si no lo era, al menos iba en camino de serlo, y eso mitigaba un poco la tristeza, el vacío que sentía desde que ella partiera.
Un día, Trovador estaba frente a una muchedumbre particularmente interesada en sus historias. La gente lo escuchaba maravillada, extasiada, era la mejor de todas las actuaciones de su larga vida. Trovador estaba como nunca antes, lleno de inspiración, de fuerza; de repente, a media frase, los ojos del músico dejaron de ver a su público. Podía ser un sueño, pero mucho más vívido, era una visión. Los ojos le sangraban, la cabeza le estallaba y salió corriendo, aullando; la multitud aplaudió enloquecida, pensaba que formaba parte de la actuación y después la comentarían durante años, pues fue la última del narrador.
Trovador corrió hasta las afueras de la villa. Allí se escondió entre las rocas, temblando. La visión había sido terrible, había visto a bella, pero no era la hermosa visión alada que él recordaba, sino una triste figura derrotada y sucia, que se arrastraba por el piso mientras lamía una repugnante masa viscosa del suelo, porque tenía hambre, pero sobre todo, porque eso excitaba a El Hombre Desagradable, lo hacía feliz.
El ángel blanco que era bella estaba manchado y sucio, con las alas ensangrentadas y rotas. Trovador no podía soportar esa visión, le traspasaba el alma, le llenaba el corazón de espinas. El artista padecía un dolor físico insoportable al contemplar tamaño sufrimiento, un dolor que partía del dedo anular de la mano izquierda, subía por la cara interna del brazo y se instalaba en la antigua herida que tenía en el corazón. Era un dolor más insoportable aún porque no le pertenecía, era un dolor que provenía de la bella.
Trovador era miedoso, no tanto como para que se le considerara cobarde, pero no era nada valiente. Trovador no era una persona de acción, sino más bien era del tipo reflexivo. Pero en ese momento, el contador de historias se dio cuenta de que tenía que ser otro. Rogó con toda su pasión al único Dios, al Dios-sin-nombre, para que le permitiera ayudar a la bella. Le rogó que le diera fuerza, que le diera recursos, y el Dios-sin-nombre sintió simpatía por el artista y decidió concederle la gracia que pedía. El Dios-sin-nombre lo convirtió en ave.
III
Trovador se transformó en un pajarito de plumas verdes y negras. Extendió sus pequeñas y débiles alas, y voló hacia el norte, hacia las tierras donde estaba la bella. Voló durante varios días, escondiéndose de lagartos voladores, halcones y gatos, hasta que llegó al Castillo del Sótano del Dolor. Desde lejos escuchó sus lamentos y supo, con la intuición que tienen los pájaros que alguna vez fueron humanos, que sólo él los podía escuchar, porque bella lloraba en silencio para no importunar a su señor, y entonces, él lloró con ella.
Dio vueltas por el lugar hediondo, repugnante, que era la mansión de El Señor Desagradable. Pudo haber sido un sitio hermoso, pero emanaba maldad, perversidad, como todas las casas de vampiros en todos los mundos conocidos. El aroma de la corrupción, de la degeneración es imposible de ocultar, aunque se utilicen las esencias más caras de este universo.
Voló alrededor del castillo hasta que vio una ventanita al ras de la tierra, casi oculta por la hierba y la basura. Se asomó por ella y vio a bella, tirada en un piso sucio, sufriendo el tormento de la sed, una nueva ocurrencia de El Señor Desagradable. La única agua disponible era una triste gota que escurría lentamente por la pared, una gota de agua marrón, pero seguramente apetecible para una garganta lacerada, para unos labios hinchados por la sed y el castigo. Bella se arrastra hasta la pared y se incorpora, temblorosa, con la lengua pegada a las sucias piedras para tratar de alcanzar la esquiva gota de agua sucia. En su rostro no queda ni asomo de esa sonrisa que hacía que las guerras se detuvieran, que las montañas cantaran.
Más tarde, bella mira con los ojos de acero que le regaló su señor hacia la mínima luz que se cuela por la ventana y susurra un “me quiero morir” tan profundo, que Pajarito —quien antes se llamara Trovador— está seguro de que ha provocado la pérdida de cosechas en más de 10 mundos cercanos, un dolor tan grave, que hace que cientos de mujeres de todo el reino reciten conjuros para alejar al mal de la melancolía.
Pajarito muere también un poco, pero sabe que tiene que ser fuerte, que debe hacer algo. Esa noche, luego de que El Señor Desagradable ha saciado todos sus apetitos con la dosis de dolor que le provoca tanto placer, la bella duerme un sueño intranquilo, plagado de serpientes que la devoran. La pequeña ave de plumas negras y verdes, sin embargo, puede meterse en ese sueño, se come a las serpientes y le canta suavemente a bella una historia sobre colinas verdes, osos que son perros y mujeres que escriben historias llenas de gracia. Por primera vez en mucho tiempo, y aunque sea en sueños, bella sonríe.
Todas las noches, a partir de esa, la prisionera escucha cantos con historias y aventuras, que poco a poco le hacen recordar que ella también tiene el poder de reconfigurar la realidad y crear universos nuevos. Pero sabe que debe ocultar ese poder, pues si su señor se entera, hará lo imposible por destruirlo… o peor aún, la convencerá de que ella sea quien lo destruya.
Con frecuencia, cuando la bella se arrastra a su triste camastro para tratar de evadirse del dolor que siente, encuentra pequeñas flores con aromas de melodías fantásticas que la trasportan a lugares encantados; también, de cuando en cuando, encuentra pequeños frutos azules, rojos y morados. Cuando los prueba, deja de tener miedo y vuelve a recordar que ella también puede inventar mundos, hacer que las realidades múltiples se conviertan no en una posibilidad, sino en un hecho. Los regalos son muy humildes, ¿de qué otro tipo podría ofrecer un pajarito? No se comparan con los poderes de El Hombre Desagradable, pero le ofrecen consuelo, quien se siente querida y eso la hacer fortalecerse lentamente.
IV
Pajarito se lamenta: “¡Qué poquito puedo hacer!”, pero es un ave muy terca y sigue esforzándose todos los días con sus historias, con sus humildes regalos. Pajarito puede hacer algo más: quitar piedrecitas y arena de una de las paredes del castillo. Escoge una cercana a la base y comienza todos los días con su trabajo. El pico le sangra, los otros animales se burlan de él. "Mira, ese tonto cree que podrá hacer un nido en la piedra", le dicen los ratones. "No, no, cree que la tierra se come", grita un cuervo; "está embrujado, la bella lo tiene trabajando como tonto cuando él nunca ha sido importante para ella", susurran las hormigas todos los días. Pajarito los escucha, pero no les hace caso, a él nada le importa que no sea liberar a bella para que pueda extender sus alas, pero no para volar hacia las lunas gemelas, sino hacia el sol.
Y todas las noches, cuando está muy oscuro para trabajar, se sigue acercando a la minúscula ventana de la habitación de bella y si no está El Hombre Desagradable, la canta suavecito sobre planetas dorados y verdes, y bella entonces recuerda que existe otro mundo y sueña. Ahora, cuando bella sueña se abren ventanas a las diversas realidades; Pajarito sabe que esto es importante, pero debe lograr que ella pueda ver la luz del sol y entonces, cree una realidad que le permita volar, que haga que sus alas renazcan.
El Hombre Desagradable está intranquilo y cuando las cosas no le gustan, bueno, también cuando le gustan, reacciona violentamente. Aumentan los castigos y vejaciones sobre bella, a los que intercala lamentos cursis y canciones ramplonas que hablan en tonos que parecen amenazas, de amores eternos, de relaciones que durarán toda la vida, en el placer que el hombre encuentra al tener una mujer enamorada a su disposición.
El tiempo pasa de esa manera que siempre es terrible; muy lento en la espera, rapidísimo en el goce. Por fin, un día mientras bella corre por el sótano, un día particularmente malo, Pajarito logra abrir un hueco en la pared. Pronto, el hueco se va haciendo más y más grande. Bella ve la luz. Tiene miedo, puede ser una artimaña más de El Hombre Desagradable, pero escucha que alguien la llama, un pajarito de plumas verdes y negras. Ella se acerca temerosa y ve el hueco.
“¡Apúrate, bella, apúrate! No tenemos mucho tiempo, sabes que si El Hombre Desagradable te ve, caerás nuevamente bajo su influjo”, le dice Pajarito. Además, toda la pared está por derrumbarse. Bella sale y ve el sol. La luz la deslumbra, la embriaga. “¿Cómo pude haber permanecido en el sótano tanto tiempo?”, pregunta sobre todo a sí misma. Pero la respuesta es lo de menos, ella está casi libre.
Bella abre sus alas que han crecido conforme va saliendo y vuela hacia la luz. Pájaro la ve desde el suelo, ve el ángel blanco y hermoso que siempre ha guardado en su corazón, y llora de alegría. Quisiera volar con ella, pero no puede hacerlo porque las piedras que caen lastimaron sus alas. Mira cómo bella vuela hasta casi perderse de vista. Entonces, ella voltea y lo llama. "Voy —responde Pajarito—, ahora te alcanzo". Bella sigue volando y no ve que pájaro queda atrapado entre las piedras, pero el Trovador que es ahora Pajarito está feliz.
viernes, 8 de julio de 2011
Hambre
Los insectos metálicos compiten con los otros insectos para llenar el ambiente de zumbidos, mientras que las flores carnívoras los devoran indistintamente y los pelean a las lagartijas voladoras.
El hielo de la noche se quiebra con crujidos lavanda y amarillos que llenan las bocas con un sabor a leche azucarada. Los lagartos corredores se remueven nerviosos en los establos ansiosos de sus ratones y pastura.
Los siervos de piel verdosa despiertan hambrientos y con frío. Para ellos, el sabor de la leche es agria y la luz agrega peso a sus cargas. Tampoco los soldados están contentos; velaron toda la noche para mantener alejados a los espectros violeta y sus gemidos que convierten los huesos en cristal y la voluntad en trapos mojados.
El nuestro es un mundo triste. Que nadie se engañe con los brillantes rayos sonoros que cruzan el cielo verde-azulado, ni nuestras brillantes bailarinas nocturnas que llenan de plata las hojas de los helechos todas las noches. La tristeza está en todas partes.
Así como los sembradíos de esa bruma morada que sirve para tener sueños dulces están llenos de arañas que pueden comerse a una persona en un par de minutos --después, claro, de haberlas mantenido dos meses en un capullo sufriendo dolores indecibles cada segundo--, todas las bellezas de ese mundo guardan penas.
A las brujas les gustan las lágrimas, y las brujas gobiernan nuestro mundo. Se nutren con el llanto de cada ser vivo, rejuvenecen con los lamentos, se embellecen con la pena y nuestras brujas son las más hermosas de todo el universo.
Los que estamos aquí estamos solos; los que estamos aquí, estamos cumpliendo una pena de por vida. Esta es mi prisión, desde hace 400 años y lo será por otros 400… cuando menos, pues eso calculan las máquinas que me pueden conservar con vida.
No puedo salir de este mundo, así como tampoco puedo olvidar.
Extiendo las alas para que las golpee la luz. Las venas plateadas se llenan de seudosangre, los músculos se fortalecen y los huesos huecos de fibra de carbono se alistan. Alzo el vuelo. Miro los campos con su engañosa paz y sigo subiendo hacia la esfera solar. No hay nubes y puedo ver hasta el fin del mundo.
Ajusto mis ojos para ver el suelo. Tengo hambre, mucha hambre, y busco algo con lo que me pueda alimentar. Algo fresco, algo vivo…
domingo, 3 de julio de 2011
Nubes
Con las nubes llegará la muerte, o algo por el estilo. El último de los chimpancés-guerreros regresó enloquecido de la carga que organizaron para llegar a la cima del monte más alto, hartos de lo que ellos calificaban “miedo patológico” y yo consideraba “prudencia”. Apenas logramos entender que no se adentraron mucho en las nubes, no más de 100 o 200 metros. A partir de eso, todo es confuso.
Lanzamos abejas electrónicas y libélulas mágicas. Todas llegaron hasta el borde de las nubes, revolotearon tontamente y regresaron. Después, simplemente se negaron a volar. Ni una pizca de información se pudo obtener de ellas.
“Eso nunca había pasado, es malo, muy malo”, maullaron los gatos-magos, que generalmente lo único que logran es asustar a los demás pensantes, y corrieron a esconderse en el tejado supuestamente a idear conjuros, pero lo más seguro es que simplemente se refugiaran para temblar de miedo y comer pajaritos sin que nadie los viera.
La verdad es que no tengo la menor idea de qué hacer. Dicen los otros humanos que estoy hechizado, que desde que Blela del Rus me abandonó, no soy el mismo, que suspiro por los rincones y lánguidamente espero la muerte.
Al menos, supongo que eso es lo que dicen, pues no se atreven a hablarlo de frente, no con mi guardia de sargentos robóticos funcionando en alerta máxima, pero lo veo en sus miradas, ya sean tropas de asalto, programadores o simples operarios manuales. Me desprecian, pero me temen. Mala combinación.
Lo peor es que tal vez tengan razón. Incluso, creo que yo soy quien genera esta niebla. Los cerros brillaban verdes y dorados como siempre hasta hace unos cuantos meses cuando Blela del Rus decidió extender sus amplias alas y volar hacia el desierto, en busca de no sé qué quimeras como las que persiguen todas las personas que llevan su maldición. Ese mismo día aparecieron las nubes.
En ese momento no les puse atención. Estaba herido y quería hacer mal, dañar a quien se pudiera, y organicé sangrientas batallas contra pueblos del norte y del este. Los soldados-chimpancé destrozaron cuantos cráneos quisieron, tuvieron tantos a su disposición, que llegó a verse --seguramente los mercaderes han esparcido ya esta historia increíble por todo el mundo-- que perdonaban la vida a muchos.
Los soldados-humanos violaron y quemaron docenas de pueblos. No tengo corazón débil, soy de estirpe guerrera, pero toda esta violencia no sólo era inútil, sino que iba dirigida contra el eje de nuestro modo de vida, como una manera terrible de hacerme daño. Cuando reaccioné ante tal iniquidad de la que sólo yo soy culpable, mandé traer de regreso los ejércitos y sólo el poder de las púas neutrónicas emitidas por mis programadores logró que se encerraran en sus cuarteles.
Durante semanas, los tristes lagartos voladores se llenaron de carroña y los ríos siguen teniendo el gusto metálico que deja la sangre. Eso no calmó mi dolor; por el contrario, me sumió en la melancolía. Mientras, las nubes seguían bajando. Dejamos de tener noticias de los otros pueblos, de los pocos que se habían salvado de la muerte causada por mis ejércitos.
Algunos se salvaron por suerte; otros, porque se defendieron bien, unos cuantos porque pudieron negociar con los atacantes. Sin embargo, la voz de todos se fue apagando. Cada vez llegaban menos mercaderes, y siempre hablaban de la niebla que todo se come.
Escucho ruidos. Los gatos-magos convencieron a los soldados humanos, a muchos de los programadores y con ellos, a casi todas las máquinas de defensa, a salir. No creo que sea una buena decisión, la niebla ya lame las murallas de la villa. Abren la puerta, caminan unos metros y desaparecen de la vista. Los gritos que alcanzamos a escuchar me hacen sospechar que no sólo dejaron de verse.
Me asomo al balcón y miro lo que resta de mi mundo. Unos cuantos humanos desconcertados y un puñado de perros fieles. Las nubes ya están dentro del pueblo. Se van comiendo todo. Ya sé quién es esa niebla y le doy la bienvenida, porque esa niebla es el olvido. Me sumerjo en él.
jueves, 30 de junio de 2011
Soy lluvia
Como las absurdas cargas de infantería de la primera guerra, oleada tras oleada de gotas intentan vencer la resistencia de ladrillos, metal, madera y vidrio, con la ciega certeza de los generales de que tarde o temprano vencerán la resistencia, siempre y cuando sea posible sacrificar miles de atacantes.
Acostado en el sillón, enfundado en la bolsa de dormir que utilizo para ahorrarme cobijas y sábanas, escucho la lluvia. Cuando se oye sin cuidado, el sonido parece rítmico; si se le pone atención, uno se va dando cuenta de las diferentes cadencias, de los sonidos individuales que hacen las gotas al reventar, del susurro de los meandros que se escurren por las paredes, del sisear de los minúsculos arroyos que se hunden en la tierra.
El agua se cuela por las uniones de las láminas, por pequeños agujeros. A veces, me caen gotas en la cara, en el cuerpo. Poco a poco, las palabras que se ocultan en la lluvia van entrando en mi cuerpo, van poseyendo mi alma. Veo los inmensos palacios de cristal habitados por los seres del agua y las pequeñísimas perlas de vidrio con las que las arañas tejen sus telas, floto en los fríos torrentes que circulan entre las cavernas de diamante del fondo de la tierra, mi mente se disuelve, los recuerdos por fin se van deshaciendo, por fin me van liberando.
El agua y yo somos uno. Fluyo con ella. Lentamente, empapo la bolsa de dormir y chorreo hasta formar un charco debajo del sillón, en la esquina de la habitación. Algún día, alguien entrará en el cuarto, y sólo si es muy perspicaz, se dará cuenta de un ligero olor a humedad, lo único que quedará de mí en el mundo lejos de la lluvia.
miércoles, 22 de junio de 2011
Si yo fuera él
¡Vale madres! Las canciones, los poemas, todo vale madres. Vas al baño y con la navaja dejas constancia en la puerta del reservado de que el amor apesta.
Sabes que estás amargado, pero eso no arregla nada.
Terminas la Pacífico, dejas un billete de a 20 y una moneda de 5. Te despides del cantinero al que le simpatizaste desde el primer día que llegaste a ese pueblo.
Cruzas la avenida. Sabes que nunca te vas a disparar en la cara, pero ¿quién dice que un urbano no sea igual de efectivo?
Cruzas la calle en el peor momento. Algunas de las chamaquitas que trabajan de prostitutas te gritan que tengas cuidado. Tú vas viendo cómo se acerca la parrilla del autobús a tu cara. Alcanzas a escuchar otra estrofa cantada por Los Cardenales.
Tal vez algún testigo le cuente al reportero de nota roja que estabas riendo antes de que el camión te pasara por encima.
lunes, 6 de junio de 2011
jueves, 2 de junio de 2011
Lázara
I want you so bad
I want you
I want you so bad
It's driving me mad
It's driving me mad
(de The Beatles, pero en la versión de
Anderson, Fuchs, Carpio)
Siempre me ha dado miedo dormir solo. No es que no me guste, es miedo. ¿A qué? No estoy seguro. Tal vez a no despertar, tal vez a enfrentarme a los terrores que habitan en la noche. No sé, ni pienso ir con un psicólogo para averiguarlo. Simplemente me da miedo, punto. Por eso muchas veces he enamorado desconocidas para que me acompañaran y durmieran conmigo. Literalmente. Por eso, también, muchas veces más pagué a jóvenes y maduras por unos minutos de sexo y por horas de compañía nocturna.
Ahora no lo hago más… bueno, casi nunca. Ahora prefiero la compañía de Lázara. No me importa que huela mal, que se quiera apropiar de toda la cama y que cuando come de más se tire los pedos más asquerosos que uno se pueda imaginar. La prefiero porque sé que ella me acompaña porque quiere y me cuida porque se le da la gana. A cambio, sólo tengo que rascarle su cabezota llena de pelos rubios, darle agua y comida… y destinarle el asiento trasero de la doble cabina para ella.
Lázara, por supuesto, es una perra; de hecho, es una perra grande, amarilla, sin raza definida. La encontré hace años en una gasolinería. Unos tipos más ociosos que borrachos tenían acorralada a la perrita de unos tres meses entre un refrigerador viejo de cocacola y la pared. Ella les gruñía y les enseñaba los dientes.
Mi “dejen esa perra, cabrones” no les impresionó. Voltearon a verme, me midieron y supusieron que no enfrentaba demasiado riesgo para ellos. Al fin eran tres y tenían palos y una navaja. “Mejor primero te abrimos a ti, puto”, me respondieron. Realmente lo hubieran podido hacer cagados de la risa, si en la mano derecha, oculta por la chamarra, no hubiera traído lista para usar uno de mis amuletos: una Smith&Wesson calibre .38. No gran cosa, pero suficiente para destrozar las rodillas de los dos primeros cabrones antes que supieran de que iba ese baile. Me confié un poco y no me di cuenta que el tercero, por puro pánico, se me aventó y la navaja me abrió un tajo de 10 centímetros en el antebrazo izquierdo.
Yo soy putísimo para el dolor y esa cortada me dolió de a madres, así que ya no disparé a las piernas, sino que los dos tiros restantes fueron al cuerpo del idiota con la navaja. Pobre güey, no andaba de suerte y los tiros dieron en el hígado. La sangre casi negra lo indicaba, como me había explicado una vez Edgar, a quien los soldados habían atrapado en un baile en no sé qué pueblo de Centroamérica y había pasado tres años como soldado regular peleando en montañas selváticas asquerosas, y se había vuelto experto en muertes cruentas y dolorosas.
Mientras el herido en el hígado se quejaba quedito, los otros dos me miraban asustados. Y con razón. Las situación se había salido de cualquier control y no podía dejarlos vivos, no era saludable, no tanto por temor a una policía que probablemente jamás aparecería, sino por la venganza de sus amigos de alguna mara local al reconocerme, así que les corté el cuello con mi cuchillo victorinox de caza. El filo de 15 centímetros resultó misericordioso, pues el tajo fue rápido. El otro tipo no tardaría en morir, cuando mucho, le quedaban 20 o 25 minutos, así que lo dejé para que reflexionara sobre su vida.
Me vendé el brazo y recogí a la perrita, que se dedicó a lamer la sangre que rezumaba de las vendas y a llenarme de pulgas. La herida me dolía mucho, pero no era cosa de ir al primer doctor, así que subí a la camioneta, puse a Lázara en el asiento trasero –desde el primer momento se apropió tanto del nombre como del lugar-- y manejé 248 kilómetros por el desierto hasta llegar a otro estado.
Allí busqué un veterinario del que me habían platicado. Era bueno, pero le gustaba demasiado el trago y el dinero fácil. Y tenía prioridades muy claras. Primero atendió a Lázara, la bañó, desparasitó, espulgó, le dio vitaminas y la vacunó contra mil enfermedades; sólo después que terminó, me inyectó con una jeringa monstruosa antivirales de amplio espectro, penicilinas de tercera generación y me puso una anestesia local tan potente que me hizo pensar en canciones de Jerry García. La costura de la herida no fue una obra maestra, pero ahora está más o menos oculta por un tatuaje de figuras que asemejan el infinito que se desdobla, pero que en realidad son otra cosa, en honor de una de las personas que me mantienen con vida.
Le pagué el veterinario casi mil dólares y una botella de Jack Daniel’s. Él, a cambio, me dio una bolsa grande de eukanuba para cachorros, un collar con exvotos de la santa muerte, malverde, marx y jim morrison para Lázara y nos dejó más o menos sanos. Ah, y nos permitió dormir en su recámara una semana, mientras él se iba a gastar al otro lado de la frontera el dinero ganado.
Han pasado cuatro años y no nos ha ido mal. Yo sigo teniendo miedo a la noche, pero Lázara lo sabe y me acompaña. Es un buen arreglo, mejor que cualquier otro que hubiera podido imaginar.
miércoles, 1 de junio de 2011
Añoranza
Está lloviendo. Es la primera lluvia en no sé cuánto tiempo. El agua cae con fuerza, empapa el piso arenoso, moja las paredes resecas de la casa y despierta ciertos olores que yo suponía olvidados o, al menos, lo suficientemente escondidos para hacerme a la idea de que ya no existían.
Los perros estuvieron mirando recelosos la lluvia durante largo rato; después, se gruñeron un poco entre ellos y al final, se durmieron, aunque tienen sueños intranquilos que los hacen gemir y llorar suavecito .
Yo también miro la lluvia con recelo. Ya no me gusta que llueva, porque me recuerda cuando hacíamos el amor y yo me deleitaba lamiendo tu sexo durante horas, siempre me pareció que sabías a lluvia.
Y, ahora que llueve, vuelvo a pensarlo.
Ya sé lo que me dirías: ¡Qué ridículo eres! ¡De veras que no sé de dónde puedes sacar tanta mamada! ¿Qué tiene que ver la lluvia conmigo o con lo que te imaginas? Luego te reirías mucho, y seguramente terminarías contagiándome la risa, porque a pesar de todo, te gustaba que te convirtiera en lluvia, y a mí siempre me gustó tu risa.
Bueno, creo que todavía me gusta. Es lo bueno de saber que las relaciones no son para siempre, que tienen fecha de caducidad. Así estamos bien… bueno, casi siempre, salvo estos momentos en que llueve y la boca se me llena de tu sabor.
Los perros están cada vez más nerviosos. No creo que tarden en despertarse; ellos nunca te quisieron demasiado, ni tú a ellos. Tal vez la lluvia también les haga acordarse de ti.
Sólo espero que no se les ocurra salir a rascar la tierra mojada. Capaz que en una de esas te encuentran y no creo que fuera algo demasiado agradable para ninguno.
jueves, 26 de mayo de 2011
El fin del mundo
I
Hay días en que ni toda la inteligencia, ni toda la experiencia, ni toda la vida alcanzan para explicar por qué uno se siente estúpido, por qué nada de lo que se hace tiene sentido. Tengo dos horas en Buenos Aires. El hotel Colón, tan europeo, con vista al obelisco, será mi refugio durante algunos días.
Hace unas horas me parecía que venir aquí era una opción lógica, inteligente. Ahora ya no estoy tan seguro. Atrás se quedaron demasiadas cosas, desde la camioneta en el carísimo estacionamiento del aeropuerto de la Ciudad de México, las luces prendidas en la casa de Jerez, hasta venir sin avisarle a nadie, sin dejar mensajes.
El celular se quedó en un bote de basura en el aeropuerto de San José, entre envoltorios de hamburguesas y papas; por 15 dólares, un compañero de viaje cambió todas mis contraseñas de correos en la escala en Lima, para que no pueda entrar a ellos nunca más.
Mañana, pasado tal vez, compraré un auto o una camioneta y enfilaré al sur, hasta el mismo fin del mundo. Acá es verano, hace calor y la ruta es sencilla, así que espero no tener problemas. Dice Sergio, el encargado de noche en el hotel, que él conoce a alguien que me puede vender un buen auto, sin problemas ni muchas preguntas. Ya veremos qué pasa.
II
Hace un rato recogí una Cherokee 98 4x4 en Casilda, Santa Fe. Casi 400 kilómetros al noroeste de Buenos Aires que recorrimos fácil Sergio, Claudio, su cuñado, y yo en la furgoneta Renault Master de reparto de Claudio. Las cinco horas de camino estuvieron llenas de olor a tomate, albahaca y tomillo de la camioneta que regularmente entrega pizzas gourmet en la capital federal.
“Ahora nadie desprecia la oportunidad de sacarse unos pesos extras”, me explicó Sergio cuando me propuso que fuéramos por la Cherokee. “Mirá, es una buena oportunidad, no es cara, y Claudio y yo nos llevamos una comisión... no, no, vos no pagás nada extra, eso nos los da el vendedor”. Por supuesto, no le creí, pero no me importó. Desde que cambié todos mis ahorros a una cuenta Fueguina del Banco de Tierra del Fuego, sin perder demasiado en el cambio, el dinero no me importa. Tengo lo suficiente para, tal vez, un año o dos --más, incluso, si me mido en los gastos-- y tampoco me podrán rastrear desde México. La camioneta me costó unos 15 mil dólares.
Cuando viene a Argentina olvidé que la comida tradicional no me gusta mucho. Eso de media vaca muerta sangrante sin guarnición no me parece la cumbre de la gastronomía. Prefiero la comida italiana, pero mis compañeros de viaje son tremendamente carnívoros y desayunamos, almorzamos y comeremos, creo, cosas horribles como hígado envuelto en su propia grasa, sangre o despojos de ese tipo.
Me he adormecido. La radio del auto toca la misma música pop que se puede escuchar en San Francisco, Cuernavaca o Rosario, así que es como si nunca hubiera salido, como si siguiera allá... y eso realmente me intranquliza. No quiero, no puedo volver. Estoy a medio mundo de distancia y no quisiera irme a Australia, Sudáfrica o Nepal.
III
La Cherokee resultó mejor que lo que esperaba. Claudio y Sergio me aseguraron una vez más que ellos no hacen preguntas, ni les importa nada, que sólo quieren dejar clientes satisfechos. ¿Clientes de qué? De lo que sea. Antes de arreglar el negocio vehicular, Sergio me ofreció mujeres, espectáculos exóticos, ácido, armas... Lo que fuera. Según él, está ligado con los rusos “y con ellos no se juega, che, no se juega”, me reiteró Claudio varias veces.
El caso es que ahora voy solo rumbo al sur. Dejé a los cuñados en Casilda donde iban a gastarse algo de sus ganancias con prostitutas. No quise ir, para qué. Además, ya me estaba hartando del continuo saqueo de estos dos. Les dije que tenía intención de visitar el norte, que en estos lugares sería rumbo a Santiago del Estero y esos lados. De hecho, manejé un buen rato por una carretera pequeña hasta llegar a la autopista 9. Ahí giré a la izquierda, alejándome de Rosario hasta la población de Villa María y sólo en ese lugar volví a dirigirme hacia el sur.
En Villa María, de hecho, en la parte nueva llamada en un destello de ingenio Villa Nueva, compré un estéreo para la camioneta con entrada usb. Bajé, mientras comía unos inigualables ñóquis, como cuatro gigas de Seether, Rage Against the Machine, Marylin Manson, Creedence, America, Chicago, Lynard Skynard, rock psicodélico y algunas cosas más. No quiero escuchar la radio todo el tiempo, no estoy de humor para folkore ni pop.
IV
Bueno, ¿qué estoy haciendo aquí? ¿Realmente por qué estoy conduciendo hacia el fin del mundo durante horas y horas? Los días, larguísimos, me permiten manejar 10 o 12 horas por día, he pasado por ciudades, pueblos, lagos y ahora estoy en una zona de llanos inmensos, interminables, con carreteras rectas, pero con subidas y bajadas que las hacen al mismo tiempo más y menos seguras. Cada vez me cruzo con menos conductores. Ahora, sobre todo, veo extraños tráilers europeos y coreanos, caravanas y uno que otro Peugeot o Renault.
Pero como siempre que surge la pregunta, como siempre que me la hago, trato de no responderla. Casi no hablo con nadie, ni conmigo mismo. Procuro entrar en gasolinerías de autoservicio para que mi acento no me delate. En los restaurantes es un poco más difícil hacerlo, pero finjo algún resfrío y señalo los platillos de la carta.
No puedo alejarme, no puedo. Quiero dejarla atrás, quiero que desaparezca, pero el ansia siempre está ahí, sentada en un rincón, viéndome con sus ojitos de perra loca, con esa sonrisa medio torcida que aborrezco. Me señala con su mano hermosísima y comienza a reírse muy quedito, sabe que le pertenezco, que por más que corra no la puedo dejar atrás.
A veces creo que en realidad estoy enamorado de esta ansia, de esta obsesión. No me importan las personas, no quiero a nadie, salvo a ella. Y por eso estoy acá, en el fin del mundo, lejos de ella, de quien no me puedo deshacer.
Un bocinazo y el resplandor de unas luces me saca del ensueño. Dobló violentamente a la izquierda, me cuesta trabajo controlar la Cherokee y me salgo del camino. ¡Carajo! Seguro le rompí una llanta. Me bajo del vehículo y veo que, efectivamente, he destrozado una rueda.
V
Las noches lejos de la civilización, tan al sur, ofrecen millones de estrellas. Las constelaciones son extrañas y el negro del cielo es absoluto. No hay luna. No hay ruido, no hay nada, y esa nada es lo más reconfortante que he sentido en mucho, mucho, tiempo.
VI
Pues arreglar la llanta no fue tan sencillo. El gato no funciona, la refacción está en pésimas condiciones. Esperé hasta casi el mediodía, nervioso, cansado, hambriento. Nadie se detiene, todos pasan como a 200 kilómetros por hora. Ya estaba a punto de empezar a caminar hasta un pueblo que según mi mapa está a unos 60 kilómetros de distancia cuando se detuvo una Ford viejísima, destartalada. De ella bajó un tipo achaparrado, gordo y bigotón que me gritó: “¿Pero qué hacés ahí? ¿Esperás morirte de hambre o aguardas la llegada de nuestro señor?”
Le expliqué lo sucedido. Se me quedó viendo largamente, parecía dudar algo: “Sos mexicano, ¿verdad? No lo pareces, pero el acento que tenés no puede ser de otro lado. Yo quiero a los mexicanos; mi viejo vivió allá, en el mismo deefe, en su exilio hace más de 30 años y eso no se olvida. Venga, hermano, vamos a ver cómo resolvemos este quilombo”.
Me convidó mate dulce y sandwichitos de miga y las siguientes dos horas escuchamos interminablemente un disco de José Alfredo Jiménez que resonaba en un improbable estéreo de muy buen aspecto montado en el ruinoso tablero de la pick up. “Acá te volvés loco si no escuchás música linda”, me explicó mi salvador.
El pueblo más cercano, unas cuantas casas, una gasolinería y poco más estaba a bastante más de 60 kilómetros del lugar de mi accidente. El inmenso cielo austral, por supuesto insensible a los sufrimientos y penas de los seres humanos, se extiende negrísimo por todos lados. Las constelaciones extrañas para un norteño me ponen nervioso.
Como dice la canción de rock: “puedes correr, pero no esconderte”.