jueves, 26 de mayo de 2011

El fin del mundo

I

Hay días en que ni toda la inteligencia, ni toda la experiencia, ni toda la vida alcanzan para explicar por qué uno se siente estúpido, por qué nada de lo que se hace tiene sentido. Tengo dos horas en Buenos Aires. El hotel Colón, tan europeo, con vista al obelisco, será mi refugio durante algunos días.

Hace unas horas me parecía que venir aquí era una opción lógica, inteligente. Ahora ya no estoy tan seguro. Atrás se quedaron demasiadas cosas, desde la camioneta en el carísimo estacionamiento del aeropuerto de la Ciudad de México, las luces prendidas en la casa de Jerez, hasta venir sin avisarle a nadie, sin dejar mensajes.

El celular se quedó en un bote de basura en el aeropuerto de San José, entre envoltorios de hamburguesas y papas; por 15 dólares, un compañero de viaje cambió todas mis contraseñas de correos en la escala en Lima, para que no pueda entrar a ellos nunca más.

Mañana, pasado tal vez, compraré un auto o una camioneta y enfilaré al sur, hasta el mismo fin del mundo. Acá es verano, hace calor y la ruta es sencilla, así que espero no tener problemas. Dice Sergio, el encargado de noche en el hotel, que él conoce a alguien que me puede vender un buen auto, sin problemas ni muchas preguntas. Ya veremos qué pasa.

II

Hace un rato recogí una Cherokee 98 4x4 en Casilda, Santa Fe. Casi 400 kilómetros al noroeste de Buenos Aires que recorrimos fácil Sergio, Claudio, su cuñado, y yo en la furgoneta Renault Master de reparto de Claudio. Las cinco horas de camino estuvieron llenas de olor a tomate, albahaca y tomillo de la camioneta que regularmente entrega pizzas gourmet en la capital federal.

“Ahora nadie desprecia la oportunidad de sacarse unos pesos extras”, me explicó Sergio cuando me propuso que fuéramos por la Cherokee. “Mirá, es una buena oportunidad, no es cara, y Claudio y yo nos llevamos una comisión... no, no, vos no pagás nada extra, eso nos los da el vendedor”. Por supuesto, no le creí, pero no me importó. Desde que cambié todos mis ahorros a una cuenta Fueguina del Banco de Tierra del Fuego, sin perder demasiado en el cambio, el dinero no me importa. Tengo lo suficiente para, tal vez, un año o dos --más, incluso, si me mido en los gastos-- y tampoco me podrán rastrear desde México. La camioneta me costó unos 15 mil dólares.

Cuando viene a Argentina olvidé que la comida tradicional no me gusta mucho. Eso de media vaca muerta sangrante sin guarnición no me parece la cumbre de la gastronomía. Prefiero la comida italiana, pero mis compañeros de viaje son tremendamente carnívoros y desayunamos, almorzamos y comeremos, creo, cosas horribles como hígado envuelto en su propia grasa, sangre o despojos de ese tipo.

Me he adormecido. La radio del auto toca la misma música pop que se puede escuchar en San Francisco, Cuernavaca o Rosario, así que es como si nunca hubiera salido, como si siguiera allá... y eso realmente me intranquliza. No quiero, no puedo volver. Estoy a medio mundo de distancia y no quisiera irme a Australia, Sudáfrica o Nepal.

III

La Cherokee resultó mejor que lo que esperaba. Claudio y Sergio me aseguraron una vez más que ellos no hacen preguntas, ni les importa nada, que sólo quieren dejar clientes satisfechos. ¿Clientes de qué? De lo que sea. Antes de arreglar el negocio vehicular, Sergio me ofreció mujeres, espectáculos exóticos, ácido, armas... Lo que fuera. Según él, está ligado con los rusos “y con ellos no se juega, che, no se juega”, me reiteró Claudio varias veces.

El caso es que ahora voy solo rumbo al sur. Dejé a los cuñados en Casilda donde iban a gastarse algo de sus ganancias con prostitutas. No quise ir, para qué. Además, ya me estaba hartando del continuo saqueo de estos dos. Les dije que tenía intención de visitar el norte, que en estos lugares sería rumbo a Santiago del Estero y esos lados. De hecho, manejé un buen rato por una carretera pequeña hasta llegar a la autopista 9. Ahí giré a la izquierda, alejándome de Rosario hasta la población de Villa María y sólo en ese lugar volví a dirigirme hacia el sur.

En Villa María, de hecho, en la parte nueva llamada en un destello de ingenio Villa Nueva, compré un estéreo para la camioneta con entrada usb. Bajé, mientras comía unos inigualables ñóquis, como cuatro gigas de Seether, Rage Against the Machine, Marylin Manson, Creedence, America, Chicago, Lynard Skynard, rock psicodélico y algunas cosas más. No quiero escuchar la radio todo el tiempo, no estoy de humor para folkore ni pop.

IV

Bueno, ¿qué estoy haciendo aquí? ¿Realmente por qué estoy conduciendo hacia el fin del mundo durante horas y horas? Los días, larguísimos, me permiten manejar 10 o 12 horas por día, he pasado por ciudades, pueblos, lagos y ahora estoy en una zona de llanos inmensos, interminables, con carreteras rectas, pero con subidas y bajadas que las hacen al mismo tiempo más y menos seguras. Cada vez me cruzo con menos conductores. Ahora, sobre todo, veo extraños tráilers europeos y coreanos, caravanas y uno que otro Peugeot o Renault.

Pero como siempre que surge la pregunta, como siempre que me la hago, trato de no responderla. Casi no hablo con nadie, ni conmigo mismo. Procuro entrar en gasolinerías de autoservicio para que mi acento no me delate. En los restaurantes es un poco más difícil hacerlo, pero finjo algún resfrío y señalo los platillos de la carta.

No puedo alejarme, no puedo. Quiero dejarla atrás, quiero que desaparezca, pero el ansia siempre está ahí, sentada en un rincón, viéndome con sus ojitos de perra loca, con esa sonrisa medio torcida que aborrezco. Me señala con su mano hermosísima y comienza a reírse muy quedito, sabe que le pertenezco, que por más que corra no la puedo dejar atrás.

A veces creo que en realidad estoy enamorado de esta ansia, de esta obsesión. No me importan las personas, no quiero a nadie, salvo a ella. Y por eso estoy acá, en el fin del mundo, lejos de ella, de quien no me puedo deshacer.

Un bocinazo y el resplandor de unas luces me saca del ensueño. Dobló violentamente a la izquierda, me cuesta trabajo controlar la Cherokee y me salgo del camino. ¡Carajo! Seguro le rompí una llanta. Me bajo del vehículo y veo que, efectivamente, he destrozado una rueda.

V

Las noches lejos de la civilización, tan al sur, ofrecen millones de estrellas. Las constelaciones son extrañas y el negro del cielo es absoluto. No hay luna. No hay ruido, no hay nada, y esa nada es lo más reconfortante que he sentido en mucho, mucho, tiempo.

VI

Pues arreglar la llanta no fue tan sencillo. El gato no funciona, la refacción está en pésimas condiciones. Esperé hasta casi el mediodía, nervioso, cansado, hambriento. Nadie se detiene, todos pasan como a 200 kilómetros por hora. Ya estaba a punto de empezar a caminar hasta un pueblo que según mi mapa está a unos 60 kilómetros de distancia cuando se detuvo una Ford viejísima, destartalada. De ella bajó un tipo achaparrado, gordo y bigotón que me gritó: “¿Pero qué hacés ahí? ¿Esperás morirte de hambre o aguardas la llegada de nuestro señor?”

Le expliqué lo sucedido. Se me quedó viendo largamente, parecía dudar algo: “Sos mexicano, ¿verdad? No lo pareces, pero el acento que tenés no puede ser de otro lado. Yo quiero a los mexicanos; mi viejo vivió allá, en el mismo deefe, en su exilio hace más de 30 años y eso no se olvida. Venga, hermano, vamos a ver cómo resolvemos este quilombo”.

Me convidó mate dulce y sandwichitos de miga y las siguientes dos horas escuchamos interminablemente un disco de José Alfredo Jiménez que resonaba en un improbable estéreo de muy buen aspecto montado en el ruinoso tablero de la pick up. “Acá te volvés loco si no escuchás música linda”, me explicó mi salvador.

El pueblo más cercano, unas cuantas casas, una gasolinería y poco más estaba a bastante más de 60 kilómetros del lugar de mi accidente. El inmenso cielo austral, por supuesto insensible a los sufrimientos y penas de los seres humanos, se extiende negrísimo por todos lados. Las constelaciones extrañas para un norteño me ponen nervioso.

Como dice la canción de rock: “puedes correr, pero no esconderte”.

miércoles, 25 de mayo de 2011

viernes, 20 de mayo de 2011

Unforgiven

"Y te tragas la culpa, difusa e irracional, como todas las culpas..."
El mundo en los ojos de un ciego, PIT II

Lo veo saliendo del edificio en el que vive, ese que conozco muy bien porque tengo meses estudiándolo en google-maps y algunos recursos un poco más sofisticados a los que he ido teniendo acceso. Me fijo que sostiene la puerta metálica negra, a pesar de que va un poco retrasado para su trabajo, a una señora cargada con bolsas de pan, naranjas y un bebé llorón. Miro cómo le sonríe, con una sonrisa franca, grandota, y tengo que reconocer que no tiene mala pinta. Un poco más alto que yo, güero, robusto con tendencia a engordar que mantiene a raya con dos horas diarias de gimnasio, largos paseos en bicicleta y carreras de muchos kilómetros. Viste un traje gris clarito, de tela delgada, que yo no me pondría ni por la salvación de mi alma, corbata de rayas diagonales azules, verdes y grises. Trae el saco en la mano por lo que me fijo muy bien en que su camisa está perfectamente planchada y de un blanco que lastima bajo ese sol para el que esta ciudad sigue siendo un pedazo más del desierto que se extiende hasta muy adentro de Texas. Ah, y a pesar de los 37º que se sienten a las 9 de la mañana, el infeliz no suda, se ve fresco y hasta me parece oler su loción, algo cítrico.

Ya me lo habían dicho: si no supieras de él lo que sabes, seguro que te simpatizaría. No creo que llegara a tanto, nunca me han caído bien los administradores, pero de que se ve bien, exitoso y agradable, se ve bien. Recuerdo que pensé precisamente en eso cuando fui con mi amigo Bernardo a pedirle consejo para cazar un animal.

“¿Desde cuándo te dio por la cacería? –me preguntó el hijo y nieto de combatientes comunistas y anarquistas antifranquistas– ¿No que esas eran cosas de salvajes?”

“Pues ya ves”, respondí displicente mientras daba un trago del excelente Lagavulin 16 años, de poco más de 50 euros la botella en el duty free del aeropuerto de Aberdeen que compró mi amigo y le costó 12 días de dormir en el sillón de su despacho. Bueno, compró toda una caja.

Bernardo da una larga calada a su habano. “¿Y qué vas a cazar? ¿Venado, jabalí?”

“Algo así, grande, Un venado, sí…” –le respondí vagamente.

Bernardo me miró fijamente. Lo conozco desde hace muchos años y él, como yo, siempre hemos sospechado mutuamente que en el alma del otro hay un abismo peligroso donde se ocultan pasiones violentas. Exhaló una nube azulosa y perfumada a Cuba, dio un trago a su whiskey y aumentó el volumen de las marchas de la República que escuchábamos. “Habla más bajo, no quiero que se entere mi mujer”, me previno.

Terminé mi whiskey y le dije que se trataba de algo más o menos grande, más de 80 kilos, allá en el norte, y que iría solo. Me pregunta si llevaré un rife 7 mm (demasiado grande) o la escopeta del 12 (muy ruidosa); le expliqué que no, que una Smith&Wesson 627-5. “Un revólver para señoras, no para cacería”, me dijo desdeñoso.

Se paró, abrió su computadora, consultó algo y regresó. Se sirvió más whiskey, pero no me ofreció, sabe que un trago es mi límite. Me miró fijamente.

“¿Sabes? Te vas a tener que acercar mucho a tu venado si quieres matarlo. Diez metros o menos, supongo que no vas a poder apoyarte y sé que no tienes mucha experiencia ni puntería. Ah, y por el amor de Dios, no se te ocurra dispararle a la cabeza, lo más seguro es que falles; dispara al pecho, en el centro. Dos o tres tiros, lo más cerca que puedas… y, por favor, no regreses acá en unos meses. No es por mí, lo sabes, sino por mi mujer y los niños”. Lo sé, le dije que no se preocupara. Nos despedimos de abrazo.

Esa fue toda mi preparación. En Tultitlán busqué el más dudoso de los muy dudosos vendedores de autos usados y compré una Ranger doble cabina con dos juegos de placas, uno de San Luis Potosí y otro de Coahuila, con dos tarjetas de circulación y dos engomados. “No se me apendeje, compa –me advierte el vendedor– no los mezcle y cuando los cambie, destruya los otros”. No le respondo, le pago en efectivo. Me lo recomendaron mis primos de Chihuahua y de todas maneras no salió tan caro. Escondo el juego de Coahuila en un doble fondo de la caja y me lanzo a la carretera. Tengo permiso para la pistola a juego con una credencial del IFE y una licencia de conducir de Culiacán; me detienen en un par de retenes y en ambos, discuto con sargentos torpes, pero me impongo y los hago que llamen a sus capitanes, quien ven los documentos y me dan el paso. Los soldados están cansados y nerviosos, pero al menos no buscan confrontación.

Duermo en San Luis y al día siguiente sigo hacia el norte. Desayuno en el Seven-Eleven de una gasolinería y no paro hasta llegar, durante el día como burritos calentados en microondas y tomo cocacolas frías, duermo en un hotel barato del centro sin llamar la atención. Seguro que piensan que soy un norteño más en viaje de negocios. Me resisto a dar una vuelta por el edificio, no creo que sea prudente. Vuelvo a desayunar burritos de Seven Eleven con café, encuentro lugar cerca de donde pasará mi venado y espero, escuchando música barroca muy bajita.

Y ahí está.

Bajo de la pick up, que dejo encendida, pero sin las llaves –una de las cualidades por las que me vendieron esa camioneta en particular– y me acerco con el revólver listo para disparar. Me paro enfrente de él, pero no lo suficiente como para que se alarme, pero sí para que se detenga. Estiro el brazo y lo miro fijamente. Él me ve desconcertado, estoy seguro que no me reconoce, jamás me ha visto en persona; empieza a balbucir algo, no sé si una súplica o una oración, pero no le doy tiempo de seguir. No han pasado más de 15 segundos cuando ya disparé tres balazos, uno tras otro.

Miro cómo se le doblan las piernas mientras una mancha de orines oscurece la parte delantera de su pantalón. La camisa ya no parece tan pulcra, sino sudada y apestosa. Sin embargo no está herido. Disparé los tres tiros a su derecha y se impactaron en el tronco de un árbol. No fallé. Ya mi índice presionaba el gatillo cuando la vi asomada a la ventana, con el rostro más adolorido que alguien pueda imaginar y supe que el dolor era por ella, por él y tal vez por mí. Por eso no lo maté.

Lo dejé orinado, de rodillas, llorando, pero vivo. Me gustaría poder decir que su reacción demostró su verdadero carácter, pero es mentira. Seguramente yo y muchos, en esas circunstancias, hubiéramos reaccionado igual o peor.

Metí la pistola en la bolsa del chaleco, subí a la camioneta y me retiré sin prisas, como mis parientes de Chihuahua me aconsejaron entre tecates y tacos de arrachera. “No se vaya a ir hecho la chingada, primo, que lo agarran. Váyase tranquilo, como si no supiera qué pasa”. Me crucé con una patrulla con las luces encendidas, pero me ignoró. La carretera me llevó hasta el desierto blanco y calizo. Allí cambié las placas, me quité los guantes de cirujano e hice un bulto con la pistola, las balas sobrantes y todas las identificaciones falsas. No las quemé, sino que cavé un agujero y lo enterré muy profundo. Tomé bastante agua y conduje hasta Saltillo. A veces simplemente no se puede ganar; otras, ni siquiera se desea hacerlo.

jueves, 19 de mayo de 2011

Otro fragmento

“No chingues, de veras. Ya estoy harta, hasta mi puta madre. De veras, no mames. Ya no, por favor…” A 120 kilómetros por hora en esa pinchurrienta carreterita de dos carriles, llena de curvas y con la mano izquierda sosteniendo el teléfono para discutir con una ex que, lo peor de todo, sabes que tiene razón aunque eso te empute, es una buena manera de convertirse en noticia local de algún mugre pasquín de alguno de estos ranchos por los que cruzas hecho la madre tratando de escapar de ti mismo.

Ya desde hace rato te fijaste que no tienes mucho control de la dirección, que la camioneta se colea de forma muy culera en cada curva, pero sigues con el teléfono en la mano escuchando reclamos que te queman porque, mierda de mierdas, son más que justos y ese carácter fue lo que te llevó a enamorarte de ella y a seguir sintiendo su falta.

El jalón es más fuerte en esta curva, sobre todo porque debes esquivar a un campesino en bicicleta y a un vendedor de tepache que cree que es una buena táctica mercadológica ponerse en medio del camino. Ahora sí sueltas el teléfono. De todas maneras te colgaron hace un par de minutos, pero sigues apretando el aparato contra tu oreja izquierda aunque te entierres los aretes en la parte de arriba de la mandíbula, en ese lugar suavecito donde no hay hueso, y te saques sangre. Lo sueltas porque estás hasta la madre, pero no quieres morirte, y menos, morirte oyendo Fui solo el consuelo del amor que perdías/Clavo que saca otro clavo tu medicina/Soy con la que tú olvidaste a la que querías/Y la que amarás. Ya lo sabía, porque te queda algo de pudor, carajo, algo de dignidad.

¡Chingados! Eso de la autocompasión es una joda. Se te mete suavecito por las venas, por los poros, por las uñas y te va adormeciendo, te haces bolita y ya no te mueves, sólo te quejas quedito, haces cara de víctima y esperas que toda la gente te consuele, sin darte cuenta que más pareces una bolsa de trapos viejos y podridos que nadie quiere tocar, ni siquiera con un palo.

Pero eso lo piensas como una ráfaga, porque lo que estás haciendo es tratar de controlar la puta camioneta que va haciendo eses por el camino milagrosamente vacío. Te duelen los brazos y el cuello, pero nada como te dolerán mañana, si es que sales de esta. La camioneta se desliza 10, 20, 30 metros de costado, pero por fin controlas la situación. No hay giros ni vuelcos, sólo una polvareda y unos chamacos que te miran de lejos con la boca abierta.

En cuanto la pick up deja de moverse abres la puerta y bajas. Te tiemblan las piernas, pero de a madres, y el corazón pareciera querer salirse por la boca, por los ojos, por los oídos. Tratas de concentrarte en los latidos que percibes fuertes y acelerados, pero al menos rítmicos. Lo único que falta es que te dé otro infarto por culpa de esa puta válvula cardiaca que nunca has querido que te revisen porque tienes la estúpida fijación de que si te operan no vas a salir vivo, pero que en momentos como este desearías que la hubieran reemplazado por un cacho de silicón de 20 mil pesos.

"Carajo, carajo, carajo", murmuras al tiempo que percibes ese olor a sudor, orines y rancio que es el miedo. "Carajo, carajo, carajo", recitas en esa mantra nada espiritual, mientras poco a poco se alentan los latidos y recuperas la respiración. "Carajo, carajo, carajo", sigues murmurando con la boca llena de ese sabor nauseabundo que viene del fondo de tus entrañas y se revuelve con el óxido de la sangre que mana de la herida que te hiciste en la lengua con los dientes y que no lo sabías.

“¡Puta madre! Casi nos matamos”, dices muy consciente de ese plural que estás empleando para, al menos, tus personalidades principales, porque sabes que cuando te mueras, contigo se van varios que habitan en tu mismo cuerpo.

Chingados. Buscas agua y encuentras una botella de a litro a medias, bastante caliente, pero te enjuagas la boca, escupes, y luego te terminas el resto de un solo trago grande. Volteas a ver si no viene alguna patrulla, pero la carretera sigue normal. Pasan algunos autos, camionetas, dos o tres rutas y un Estrella Roja, pero normal. Nadie te voltea a ver, no eres más que otra ilustración al margen de la carretera.

Buscas el celular. Está debajo del asiento y te avisa que tienes un nuevo mensaje recibido: Q PEDO, CNDO LLEGAS. NO LA VAYAS A CAGAR. No aparece remitente, pero no te importa, sabes quién te está apurando.

Te sientas nuevamente tras el volante, cambias el pop que venías oyendo por una usb con 500 éxitos piratas en mp3 de esos que ahora están prohibidos porque el presidente cree que la gente se vuelve narco por la música y no por la miseria, la desesperanza, la falta de oportunidades o el encabronamiento puro y simple.

El motor de la camioneta arranca a la primera, te incorporas al tránsito, pero ahora sólo vas a unos prudentes 70 kilómetros por hora. Un rato más de vida. Algo es algo, ¿qué no?

miércoles, 18 de mayo de 2011

I felt this before (Poison, Life goes on)

Pensar en todas las decisiones, sopesarlas, separar las buenas de las malas, darse cuenta que todas tienen bueno y malo, arrepentirse porque somos de esos que sí se pueden arrepentir de lo hecho, descubrir que hay más pérdidas que ganancias, recordar miradas de odio en la mujer que aún se ama, trabajar para que todo cambie, aceptar lo inevitable, reconstruir una vida, seguir pensando en despedidas en la terminal, llorar todas las noches por la hija que tú mismo convertiste en lejana…