lunes, 13 de abril de 2015

De cómo, al final, Juárez perdió la guerra

La oscuridad es total y la conciencia flota en el vacío de la nada. Sin referencia alguna, sólo puede saber que está en ese no-lugar por una comparación que se dará en unos segundos, cuando escucha a todo volumen: “…padre nuestro que estás en el cielo…”
“Carajo, no puede ser. ¿Me estoy volviendo místico? ¿Habré estado equivocado y el mundo es católico y, para acabarla, estoy muerto y en la gloria que me prometieron los lasallistas?”
Los pensamientos de Rafael se desbocan de manera inusitada y peligrosa, teniendo en cuenta de que ha de ser muy temprano, de madrugada todavía.
“Tercer misterio, la proclamación del reino de dios…” La vocecita monjil permite al desorientado Rafael intentar poner orden en el caos de su cerebro y abrir los ojos. Borrosamente, logra ver el radio-despertador que está en el buró. Sus números rojos anuncian desvergonzadamente que son las 5:15 am. “¿Las cinco y cuarto de la mañana? ¿Por qué estoy despertándome a esta hora?”.
Rafael Nájera, antiguo profesor regañado, entiende por fin el misterio que unos segundos antes le pareciera un aviso apocalíptico. “¡En este pinche rancho hay estaciones de radio que trasmiten el rosario de madrugada para torturar pecadores; además, algún estúpido intendente o huésped anterior supone que la gente debe levantarse en la madrugada!”.
“Carajo, carajo --repite Rafael a modo de mantra--. Carajo, carajo, carajo…” El ex maestro equivocado y ahora dividido está enojado porque lo despertaron, pero sobre todo, desconcertado.
“Entiendo --dice mientras trata de acomodarse para seguir durmiendo al menos hasta las 11 o 12 del día, como cualquier ser humano decente-- que haya gente a la que le guste rezar, ir al templo, ser parte de la adoración del rostro milagroso o dejarse crecer caireles hasta los hombros para adorar un dios, pero la religión debería ser personal, no obligatoria”.
Rafael no puede acomodarse. Recuerda que en Lima quedó impactado porque en el aeropuerto “Jorge Chávez” se invitara a la gente a la “santa misa” por el sonido local (y pensó como en México aún se conservaba cierto pudor para separar los asuntos religiosos de los civiles), que en Buenos Aires perdiera un día entero (sin viáticos) porque el día de alguna virgen absolutamente todo el país se paralizaba (y se congratuló que en México ni siquiera el 12 de diciembre ocurría eso).
Pero, como alguna vez dijo Jim Morrison citando al Eclesiastés, “vanidad de vanidades, todo es vanidad”. México, de regreso del camino republicano que ya no quería seguir, empezaba a adoptar esos modos, incluyendo la transmisión radial en la capital oaxaqueña de rosarios radiofónicos.
“Ahora, ¿de qué voy a enorgullecerme?” –pensaba el flamante investigador especializado en estudios socioculturales para una firma de “consumer intelligence”, mientras orinaba de mal humor. 
El agua a presión de la regadera lo reanima un poco. Uno de los placeres culposos de Rafael es gastar mucha agua cuando sale de viaje y, además, utilizar muchas toallas. Después del baño, se viste y saborea anticipadamente el buen desayuno en el restaurante de ese hotel de cuatro estrellas (“donde la quinta es usted”, según el eslogan) que tanto le han ponderado sus empleadores. Además, podrá repasar sus notas para la plática que debe dar a varios ejecutivos de la cámara de comercio del estado sobre las “maravillosas posibilidades de negocio y servicio que se abren para todos aquellos empresarios modernos capaces de entender las necesidades de sus consumidores”.
Casi contento, Rafael llega al restaurante, donde recibe otro golpe emocional: “¡No es posible! --exclama realmente horrorizado--. ¡No es posible, estoy en medio del rodaje de la vigésima parte de Madagascar!”. La gente lo voltea a ver. Algunos ríen disimuladamente; otros, se muestran interesados. Rafael señala un grupo de monjas que están sirviéndose generosas porciones de mole amarillo, huevos con jamón o empanadas fritas del bufet.
“Joven, por favor compórtese”, le pide un obsequioso mesero. “¡Más respeto, cabrón!”, exige un panzón de bigotito y guayabera de las caras. “¿Qué le pasa a ese señor?”, pregunta una muchacha con cara de mosca muerta. “Yo quiero otra taza de chocolate”, pide un sacerdote setentón y estereotípicamente rubicundo desde una mesa del fondo del restaurante.
Rafael empieza a caminar hacia atrás, llega a la puerta del restaurante y corre al elevador. Llega al vestíbulo y sale corriendo, pero tropieza en la bardita tirapendejos (como le informó Jorge --su enlace local-- cuando lo acompañó el día anterior a registrarse) y cae. Con las rodillas adoloridas (pero no tanto como su orgullo), empieza a levantarse, ayudado por dos jóvenes de camisa y corbata. “¿Te lastimaste, hermano?”, le preguntan al unísono. Rafael los observa, preguntándose cuándo llegó la clonación a producir seres humanos.
“Hermano, ¿estás bien?”, insisten, mientras el golpeado incrédulo se maravilla ante el portento de que dos gargantas emitan una sola voz.
A punto de mandar a la chingada a los dos vendebiblias, Rafael alcanza a ver cómo un grupo de seminaristas vestidos de negro escucha a su mentor que está señalando al grupo formado por Rafael y los seguidores de aquéllos prohombres que a mediados del siglo 19 pelearon contra el gobierno estadounidense por el derecho a tener muchas esposas y matar a sus adversarios a traición.
“Vean de qué manera nuestros hermanos separados se aprovechan de la debilidad y la ignorancia de los pecadores”, oye cómo un sacerdote que conduce un grupo de célibes adolescentes seminaristas interpreta el cuadro en que participa Nájera. “Ese pobre hombre seguramente sigue bajo los efectos del alcohol y la parranda de ayer y los herejes… digo, nuestros hermanos separados, tratan de atraparlo en sus garras”.
“En sus redes”, corrige automática y mentalmente el maestro latente. “O con sus garras, si quieren”, añade. Lo que sí dice en voz alta es “separados, mis huevos”. Claro, esa expresión no tiene ningún sentido, pero Rafael se aferra a ella para escapar de la locura en que está metido. “Ustedes, hermanos, vayan al carajo, pero no se vayan solos, llévense a las vestidas y al viejo buey que las pastorea”, añade rotundo.

Luego, una vez recuperado el control y la dignidad, camina a la avenida, aborda un taxi y le pide que nomás lo lleve lo más lejos que pueda. “Faltaba más”, le dice el chofer, mientras se acomoda sus ray-ban y arranca el coche con un buen derrapón de llantas.

jueves, 9 de abril de 2015

Perros

Los perros se revuelven en sus sueños extraños, poblados por no sé qué temores y regalos. Duermen inquietos. Uno de ellos se levanta a gruñirle al viento, a ladrarle a la oscuridad, a olisquear su propio rastro, toma agua y vuelve a echarse; se enrosca y siguen soñando, pero su trajín despertó a la perra vieja, que enseña los dientes como casi nunca y deja que escuchemos un gruñido profundo que más que del pecho sale del fondo de su herencia genética y busca provocar el miedo de cuando no éramos amigos, aunque pronto vuelve a dormirse, con el hocico enterrado en el pecho, aunque con los pelos del pescuezo aún erizados.
Los perros son sabios idiotas. Conocen el futuro, pero no entienden el presente. La vida es esperar lo que no saben que vendrá. Por eso tienen fama de místicos, cuando en realidad solo son desorientados y frágiles criaturas que gimen cuando hace frío, cuando llueve o cuando están solos.
Miro al horizonte en una noche tan oscura y nublada que bien podría decir que miro la nada. Tal vez, si estuviera dormido, me enroscaría y gruñiría como hacen mis perros, pero no quiero dormir, prefiero escuchar el latido de mi corazón y las mareas de sangre que rítmicamente inundan mi cerebro. Prefiero sentir el frío que viene de dentro mientras viajo por las estrellas y los átomos en busca de no sé qué que me hace falta.
Los perros se despiertan y ladran enloquecidos a un gato que se asomó por la ventana. Les grito que se callen, que si no ven que el gato se burla de ellos; les pido que no sean tontos. Ellos me miran como si me entendieran, con esos ojos compasivos y brillantes que tienen los perros, y siguen ladrando al olor del gato, a ellos mismos. Creo que los perros se ríen de mí cuando ladran así, porque voltean a verme, se hacen los apenados y, apenas me distraigo, vuelven a ladrar enloquecidos.
Ladran tanto que me sangran los oídos y mi cráneo comienza a agrietarse, dejando salir un borbotón de pensamientos, ideas, palabras y recuerdos mezclados con colores, sabores, recuerdos y un líquido espeso, viscoso, que huele a fierro.

Los perros se dan cuenta de que ahora sí pasa algo. Los veo cada vez más borrosos con unos ojos que van muriendo exangües. Creo que eso también les divierte.

sábado, 4 de abril de 2015

Imperio

Eborus, el batracio gigante que domina el cenagal, rugió de nuevo. El fragor de su grito causó la muerte de centenares de pequeños animalitos cuyo corazón se paralizó de terror; los más grandes no murieron, pero guardaron silencio. Eborus volvió a rugir, aún más fuerte. Ahora, incluso los relámpagos dejaron de escucharse, ni siquiera el tronar del volcán gigante podía competir con el lamento del batracio. Eborus, el animal más grande de la historia, el más fiero, estaba muriendo. El cáncer corrompía sus órganos internos, desordenaba sus funciones básicas, enloquecía su mente, alguna vez la más brillante de este lado de la galaxia.

El lamento del animal condenado no era triste sino feroz. Eborus mordía su propio cuerpo para liberarse de la enfermedad que no solo lo estaba matando, sino que lo despojaba de su raciocinio. Eborus, el batracio gigante estaba muriendo, y como todos los seres inteligentes cuando llega ese momento, tenía miedo y estaba solo.

Poco a poco, el decadente emperador del lodo se fue adormeciendo en el fresco lodazal y los parásitos regresaron a alimentarse de sus desechos. El ruido regresó a su mundo. Primero, se escuchó el rumor del volcán; significaba peligro, pero todas las criaturas vivientes medran en el peligro, lo único que necesitan es que les parezca normal. Luego, la igualación de cargas de la ionósfera, la atmósfera y la superficie del planeta pantano dejó escuchar nuevamente sus tronidos. Pronto, todos los animales que tenían algo qué susurrar empezaron a hacerlo, hasta llegar a la algarabía corriente.

Observo este drama desde mi prisión en la cima de un volcán supuestamente extinto. Kilómetros de campos autocontenidos para proteger un castillo medieval transportado desde los Cárpatos. Una mala broma, claro. Un castillo lleno de servidores biomecánicos que responden al nombre de Igor, pero con los que no se puede mantener ninguna conversación. La única inteligencia en este mundo, además de la mía, es un batracio gigante de una especie casi extinta que, por si fuera poco, agoniza.


Aquí soy nada o casi nada. Señor de los Tábanos, profeta de la pestilencia, emisario del olvido, virrey de Nada o de Casi Nada. Pasillos y escaleras de piedra que como las de Escher, dan vueltas sobre sí mismas, bordean el vacío, llegan a muros ciegos. Este es mi imperio, ahora desde siempre y para siempre.

lunes, 19 de enero de 2015

Lagarto


El pequeño lagarto lleno de escamas de incontables tonos de verde se despereza lentamente. Estira las patitas como si hiciera un recuento de cada uno de sus deditos y de la punta de su cola. Da vueltas sobre sí mismo como la serpiente que casi es y me mira con sus ojitos redondos e inexpresivos. Yo lo cuido desde hace mucho y veo que no le falte agua, seguridad ni las moscas gordas tornasoladas que le encantan, así que creo que me quiere, o que, al menos, me reconoce.
El pequeño lagarto salta y me atrapa el pulgar, que muerde con gran fuerza. Sus dientes, blanquísimos y puntiagudos, llegan hasta el hueso o así me lo parece. Tan de improviso como el ataque, abre las fauces de dinosaurio pequeño y se enrosca para volver a dormir, lleno del sabor a óxido de la sangre. Pienso en deshacerme de él; no sé, matarlo, regalarlo, venderlo, tirarlo por el excusado para que se convierta en un legendario Godzilla, pero me enternece su perfección y su belleza. Lo dejo dormir. Sé que no tiene conciencia del daño en el sentido de que no le importa lo que yo, o cualquier otro, pueda sentir. Hace lo que se le ocurre en el momento, nomás porque sí. Su carencia de empatía, tan primitiva y salvaje, es uno más de sus atractivos.
El pequeño lagarto es hermoso; el pequeño lagarto es letal. Cuando me distraigo, se mete bajo la piel de la palma de mi mano y empuja hacia arriba. Su paso es casi indoloro porque deja una baba de hielo y menta que adormece los músculos. El animalito empuja morosamente hasta llegar a un lado de mi corazón, que mordisquea distraído. Las heridas se congelan y no sangran. Mi corazón se enfría y late cada vez más lentamente.

No puedo llorar, no puedo hablar; solo puedo morir, y lo hago en silencio, con frío, sin llamar la atención de nadie.