lunes, 18 de julio de 2011

El sótano, versión completa

I

Ella estaba atrapada. Corría por los largos pasillos del sótano hirviente donde estaba confinada. Las penumbras, el humo y el calor la desorientaban. Corría hasta chocar con las rugosas paredes que le sangraban los brazos y la cara. Caía al suelo y lloraba. Se mecía los cabellos con los dedos sin uñas —las había perdido en sus múltiples choques contra las paredes y el piso— pero ni siquiera tenía el triste consuelo de echarse al suelo a sollozar, porque el piso estaba muy caliente y húmedo.

Se paraba temblando y volvía a correr. Una luz a lo lejos, una pequeña corriente de aire, la hacían concebir la esperanza de que pudiera haber una salida, pero no eran más que perversas artimañas que su captor, el dueño de esos sótanos, ideaba para hacerla sufrir más.

Ella se sentía culpable cada vez que pensaba en escapar. “Yo acepté venir”, pensaba. “Yo prometí quedarme”, se decía. “Si yo fuera buena, no me castigaría”, se recriminaba. Ella seguía corriendo. Alguien (que no podía ser nadie más que el amo del sótano) le metía el pie para que cayera, o abría intempestivamente alguna puerta para que se estampara en ella y las astillas de la madera podrida se le enterraran en la piel. Bella tenía hambre, pues comía sólo cuando él quería que lo hiciera, y eso sólo después de que ella le suplicara, le prometiera que será buena, que no lo haría enojar.

Pero él era El Hombre Desagradable. Le gustaba estar enojado, le gustaba que ella sufriera. La trajo desde un reino lejano, en un mundo distante, y la sedujo, la hizo creer que era poderoso, la hizo pensar que la amaba, la indujo a creer que lo necesitaba. Entonces, cuando ya era suya en todos los sentidos, él comenzó a torturarla.

Ideó múltiples formas, todas violentas, todas humillantes, todas dolorosas. Después, El Hombre Desagradable se ponía su traje de Persona Bondadosa y caracterizado, le explicaba largamente a la bella que él tenía que ser así por su bien, que se diera cuenta de todo lo que él la amaba, de todos los sacrificios que había hecho por ella.

Ella lo escuchaba y asentía. Entendía, entonces, por qué él le había tenido que cortar sus largas alas y por qué tenía que irle arrancando las plumas cada vez que empezaban a salir de nuevo; comprendía por qué había tenido que perder los ojos y en lugar de ellos, tener que usar esferas de acero que sólo le permitían ver lo que era apropiado para ella.

El Hombre Desagradable era astuto. No hay que negar que también era inteligente. Con los desconocidos, siempre vestía sus atavíos de Varón Encantador, de Profesional Inteligente o de Persona Poderosa. En realidad, vestía como le hubiera gustado ser. Aunque, tampoco podría negarlo nadie, también disfrutaba siendo El Hombre Desagradable. El dolor, cuando lo padecía su víctima, le parecía no sólo excitante, sino algo de lo más exquisito. Y a él le gustaba mucho disfrutarlo, tenía todo el derecho. Si a la bella le lastimaba, pues peor para ella, él tenía hambre y debía alimentarse.

El Hombre Desagradable era el peor de los vampiros. Comía dolor y se nutría de belleza y de alegría; de inocencia e inteligencia. Eso era lo que verdaderamente lo hacía sentir vivo, poderoso. Eso es lo que necesitaba de la bella cautiva.

Ahora, ella seguía corriendo, seguía cayendo, seguía sangrando. “¡Soy tan desgraciada!”, gritaba en silencio, para que él no la oyera y se enfureciera, y pensaba en extender sus alas grandes, magníficas —que ya no tenía— y volar hacia las lunas gemelas de ese mundo, aunque supiera que nunca podría alcanzarlas. “Al menos sería libre”, sollozaba la bella mientras adolorida se levantaba, una vez más, del asqueroso e hirviente piso del sótano.

II

Trovador cantaba historias de los diversos lugares que había conocido, historias de los mundos del azúcar, donde había dejado a su pequeña hija; de los mundos de altas torres de vidrio y platino en los que los mendigos se apiñaban bajo los puentes, pero sobre todo de los mundos de montañas verdes y brumas profundas que se habían convertido en sus favoritos.

Trovador iba de un lado a otro lleno de anécdotas y cuentos que cantaba ante públicos que le pagaban por ello, en un trabajo que no solamente le gustaba, sino que era todo para él. O casi todo, porque el contador de historias tenía un gran amor secreto. Amaba a la bella que había volado muy lejos. Esa no era una historia que contara, sino que guardaba en su corazón. Él creía, o quería creer como muchos, que la bella era feliz. O bueno, que si no lo era, al menos iba en camino de serlo, y eso mitigaba un poco la tristeza, el vacío que sentía desde que ella partiera.

Un día, Trovador estaba frente a una muchedumbre particularmente interesada en sus historias. La gente lo escuchaba maravillada, extasiada, era la mejor de todas las actuaciones de su larga vida. Trovador estaba como nunca antes, lleno de inspiración, de fuerza; de repente, a media frase, los ojos del músico dejaron de ver a su público. Podía ser un sueño, pero mucho más vívido, era una visión. Los ojos le sangraban, la cabeza le estallaba y salió corriendo, aullando; la multitud aplaudió enloquecida, pensaba que formaba parte de la actuación y después la comentarían durante años, pues fue la última del narrador.

Trovador corrió hasta las afueras de la villa. Allí se escondió entre las rocas, temblando. La visión había sido terrible, había visto a bella, pero no era la hermosa visión alada que él recordaba, sino una triste figura derrotada y sucia, que se arrastraba por el piso mientras lamía una repugnante masa viscosa del suelo, porque tenía hambre, pero sobre todo, porque eso excitaba a El Hombre Desagradable, lo hacía feliz.

El ángel blanco que era bella estaba manchado y sucio, con las alas ensangrentadas y rotas. Trovador no podía soportar esa visión, le traspasaba el alma, le llenaba el corazón de espinas. El artista padecía un dolor físico insoportable al contemplar tamaño sufrimiento, un dolor que partía del dedo anular de la mano izquierda, subía por la cara interna del brazo y se instalaba en la antigua herida que tenía en el corazón. Era un dolor más insoportable aún porque no le pertenecía, era un dolor que provenía de la bella.

Trovador era miedoso, no tanto como para que se le considerara cobarde, pero no era nada valiente. Trovador no era una persona de acción, sino más bien era del tipo reflexivo. Pero en ese momento, el contador de historias se dio cuenta de que tenía que ser otro. Rogó con toda su pasión al único Dios, al Dios-sin-nombre, para que le permitiera ayudar a la bella. Le rogó que le diera fuerza, que le diera recursos, y el Dios-sin-nombre sintió simpatía por el artista y decidió concederle la gracia que pedía. El Dios-sin-nombre lo convirtió en ave.

III

Trovador se transformó en un pajarito de plumas verdes y negras. Extendió sus pequeñas y débiles alas, y voló hacia el norte, hacia las tierras donde estaba la bella. Voló durante varios días, escondiéndose de lagartos voladores, halcones y gatos, hasta que llegó al Castillo del Sótano del Dolor. Desde lejos escuchó sus lamentos y supo, con la intuición que tienen los pájaros que alguna vez fueron humanos, que sólo él los podía escuchar, porque bella lloraba en silencio para no importunar a su señor, y entonces, él lloró con ella.

Dio vueltas por el lugar hediondo, repugnante, que era la mansión de El Señor Desagradable. Pudo haber sido un sitio hermoso, pero emanaba maldad, perversidad, como todas las casas de vampiros en todos los mundos conocidos. El aroma de la corrupción, de la degeneración es imposible de ocultar, aunque se utilicen las esencias más caras de este universo.

Voló alrededor del castillo hasta que vio una ventanita al ras de la tierra, casi oculta por la hierba y la basura. Se asomó por ella y vio a bella, tirada en un piso sucio, sufriendo el tormento de la sed, una nueva ocurrencia de El Señor Desagradable. La única agua disponible era una triste gota que escurría lentamente por la pared, una gota de agua marrón, pero seguramente apetecible para una garganta lacerada, para unos labios hinchados por la sed y el castigo. Bella se arrastra hasta la pared y se incorpora, temblorosa, con la lengua pegada a las sucias piedras para tratar de alcanzar la esquiva gota de agua sucia. En su rostro no queda ni asomo de esa sonrisa que hacía que las guerras se detuvieran, que las montañas cantaran.

Más tarde, bella mira con los ojos de acero que le regaló su señor hacia la mínima luz que se cuela por la ventana y susurra un “me quiero morir” tan profundo, que Pajarito —quien antes se llamara Trovador— está seguro de que ha provocado la pérdida de cosechas en más de 10 mundos cercanos, un dolor tan grave, que hace que cientos de mujeres de todo el reino reciten conjuros para alejar al mal de la melancolía.

Pajarito muere también un poco, pero sabe que tiene que ser fuerte, que debe hacer algo. Esa noche, luego de que El Señor Desagradable ha saciado todos sus apetitos con la dosis de dolor que le provoca tanto placer, la bella duerme un sueño intranquilo, plagado de serpientes que la devoran. La pequeña ave de plumas negras y verdes, sin embargo, puede meterse en ese sueño, se come a las serpientes y le canta suavemente a bella una historia sobre colinas verdes, osos que son perros y mujeres que escriben historias llenas de gracia. Por primera vez en mucho tiempo, y aunque sea en sueños, bella sonríe.

Todas las noches, a partir de esa, la prisionera escucha cantos con historias y aventuras, que poco a poco le hacen recordar que ella también tiene el poder de reconfigurar la realidad y crear universos nuevos. Pero sabe que debe ocultar ese poder, pues si su señor se entera, hará lo imposible por destruirlo… o peor aún, la convencerá de que ella sea quien lo destruya.

Con frecuencia, cuando la bella se arrastra a su triste camastro para tratar de evadirse del dolor que siente, encuentra pequeñas flores con aromas de melodías fantásticas que la trasportan a lugares encantados; también, de cuando en cuando, encuentra pequeños frutos azules, rojos y morados. Cuando los prueba, deja de tener miedo y vuelve a recordar que ella también puede inventar mundos, hacer que las realidades múltiples se conviertan no en una posibilidad, sino en un hecho. Los regalos son muy humildes, ¿de qué otro tipo podría ofrecer un pajarito? No se comparan con los poderes de El Hombre Desagradable, pero le ofrecen consuelo, quien se siente querida y eso la hacer fortalecerse lentamente.

IV

Pajarito se lamenta: “¡Qué poquito puedo hacer!”, pero es un ave muy terca y sigue esforzándose todos los días con sus historias, con sus humildes regalos. Pajarito puede hacer algo más: quitar piedrecitas y arena de una de las paredes del castillo. Escoge una cercana a la base y comienza todos los días con su trabajo. El pico le sangra, los otros animales se burlan de él. "Mira, ese tonto cree que podrá hacer un nido en la piedra", le dicen los ratones. "No, no, cree que la tierra se come", grita un cuervo; "está embrujado, la bella lo tiene trabajando como tonto cuando él nunca ha sido importante para ella", susurran las hormigas todos los días. Pajarito los escucha, pero no les hace caso, a él nada le importa que no sea liberar a bella para que pueda extender sus alas, pero no para volar hacia las lunas gemelas, sino hacia el sol.

Y todas las noches, cuando está muy oscuro para trabajar, se sigue acercando a la minúscula ventana de la habitación de bella y si no está El Hombre Desagradable, la canta suavecito sobre planetas dorados y verdes, y bella entonces recuerda que existe otro mundo y sueña. Ahora, cuando bella sueña se abren ventanas a las diversas realidades; Pajarito sabe que esto es importante, pero debe lograr que ella pueda ver la luz del sol y entonces, cree una realidad que le permita volar, que haga que sus alas renazcan.

El Hombre Desagradable está intranquilo y cuando las cosas no le gustan, bueno, también cuando le gustan, reacciona violentamente. Aumentan los castigos y vejaciones sobre bella, a los que intercala lamentos cursis y canciones ramplonas que hablan en tonos que parecen amenazas, de amores eternos, de relaciones que durarán toda la vida, en el placer que el hombre encuentra al tener una mujer enamorada a su disposición.

El tiempo pasa de esa manera que siempre es terrible; muy lento en la espera, rapidísimo en el goce. Por fin, un día mientras bella corre por el sótano, un día particularmente malo, Pajarito logra abrir un hueco en la pared. Pronto, el hueco se va haciendo más y más grande. Bella ve la luz. Tiene miedo, puede ser una artimaña más de El Hombre Desagradable, pero escucha que alguien la llama, un pajarito de plumas verdes y negras. Ella se acerca temerosa y ve el hueco.

“¡Apúrate, bella, apúrate! No tenemos mucho tiempo, sabes que si El Hombre Desagradable te ve, caerás nuevamente bajo su influjo”, le dice Pajarito. Además, toda la pared está por derrumbarse. Bella sale y ve el sol. La luz la deslumbra, la embriaga. “¿Cómo pude haber permanecido en el sótano tanto tiempo?”, pregunta sobre todo a sí misma. Pero la respuesta es lo de menos, ella está casi libre.

Bella abre sus alas que han crecido conforme va saliendo y vuela hacia la luz. Pájaro la ve desde el suelo, ve el ángel blanco y hermoso que siempre ha guardado en su corazón, y llora de alegría. Quisiera volar con ella, pero no puede hacerlo porque las piedras que caen lastimaron sus alas. Mira cómo bella vuela hasta casi perderse de vista. Entonces, ella voltea y lo llama. "Voy —responde Pajarito—, ahora te alcanzo". Bella sigue volando y no ve que pájaro queda atrapado entre las piedras, pero el Trovador que es ahora Pajarito está feliz.

viernes, 8 de julio de 2011

Hambre

El sonido espeso y dorado chorrea por los vidrios que dan al oriente. El sol de la mañana brilla con esa luz pesada y sonora que caracteriza esta época del año; por el poniente, las dos lunas que giran una en torno de la otra corren a esconderse tras las montañas.


Los insectos metálicos compiten con los otros insectos para llenar el ambiente de zumbidos, mientras que las flores carnívoras los devoran indistintamente y los pelean a las lagartijas voladoras.

El hielo de la noche se quiebra con crujidos lavanda y amarillos que llenan las bocas con un sabor a leche azucarada. Los lagartos corredores se remueven nerviosos en los establos ansiosos de sus ratones y pastura.

Los siervos de piel verdosa despiertan hambrientos y con frío. Para ellos, el sabor de la leche es agria y la luz agrega peso a sus cargas. Tampoco los soldados están contentos; velaron toda la noche para mantener alejados a los espectros violeta y sus gemidos que convierten los huesos en cristal y la voluntad en trapos mojados.

El nuestro es un mundo triste. Que nadie se engañe con los brillantes rayos sonoros que cruzan el cielo verde-azulado, ni nuestras brillantes bailarinas nocturnas que llenan de plata las hojas de los helechos todas las noches. La tristeza está en todas partes.

Así como los sembradíos de esa bruma morada que sirve para tener sueños dulces están llenos de arañas que pueden comerse a una persona en un par de minutos --después, claro, de haberlas mantenido dos meses en un capullo sufriendo dolores indecibles cada segundo--, todas las bellezas de ese mundo guardan penas.

A las brujas les gustan las lágrimas, y las brujas gobiernan nuestro mundo. Se nutren con el llanto de cada ser vivo, rejuvenecen con los lamentos, se embellecen con la pena y nuestras brujas son las más hermosas de todo el universo.

Los que estamos aquí estamos solos; los que estamos aquí, estamos cumpliendo una pena de por vida. Esta es mi prisión, desde hace 400 años y lo será por otros 400… cuando menos, pues eso calculan las máquinas que me pueden conservar con vida.

No puedo salir de este mundo, así como tampoco puedo olvidar.

Extiendo las alas para que las golpee la luz. Las venas plateadas se llenan de seudosangre, los músculos se fortalecen y los huesos huecos de fibra de carbono se alistan. Alzo el vuelo. Miro los campos con su engañosa paz y sigo subiendo hacia la esfera solar. No hay nubes y puedo ver hasta el fin del mundo.

Ajusto mis ojos para ver el suelo. Tengo hambre, mucha hambre, y busco algo con lo que me pueda alimentar. Algo fresco, algo vivo…

domingo, 3 de julio de 2011

Nubes

Las nubes cubren ya la mitad de los cerros, a veces, incluso más abajo; parece como si el cielo se fuera comiendo poco a poco los montes. El refugio está en el valle. Yo creo que no aguantaremos más de dos días, pero los perros-exploradores creen que soy optimista, que no nos queda ni uno. Gruñen y refunfuñan, se tiran mordidas y esperan instrucciones. Claro, si estas no llegan pronto, terminarán por hacer lo que mejor les parezca. Yo creo tendrían más oportunidades así, pero tengo que guardar las apariencias. Se supone que yo estoy al mando.

Con las nubes llegará la muerte, o algo por el estilo. El último de los chimpancés-guerreros regresó enloquecido de la carga que organizaron para llegar a la cima del monte más alto, hartos de lo que ellos calificaban “miedo patológico” y yo consideraba “prudencia”. Apenas logramos entender que no se adentraron mucho en las nubes, no más de 100 o 200 metros. A partir de eso, todo es confuso.

Lanzamos abejas electrónicas y libélulas mágicas. Todas llegaron hasta el borde de las nubes, revolotearon tontamente y regresaron. Después, simplemente se negaron a volar. Ni una pizca de información se pudo obtener de ellas.

“Eso nunca había pasado, es malo, muy malo”, maullaron los gatos-magos, que generalmente lo único que logran es asustar a los demás pensantes, y corrieron a esconderse en el tejado supuestamente a idear conjuros, pero lo más seguro es que simplemente se refugiaran para temblar de miedo y comer pajaritos sin que nadie los viera.

La verdad es que no tengo la menor idea de qué hacer. Dicen los otros humanos que estoy hechizado, que desde que Blela del Rus me abandonó, no soy el mismo, que suspiro por los rincones y lánguidamente espero la muerte.

Al menos, supongo que eso es lo que dicen, pues no se atreven a hablarlo de frente, no con mi guardia de sargentos robóticos funcionando en alerta máxima, pero lo veo en sus miradas, ya sean tropas de asalto, programadores o simples operarios manuales. Me desprecian, pero me temen. Mala combinación.

Lo peor es que tal vez tengan razón. Incluso, creo que yo soy quien genera esta niebla. Los cerros brillaban verdes y dorados como siempre hasta hace unos cuantos meses cuando Blela del Rus decidió extender sus amplias alas y volar hacia el desierto, en busca de no sé qué quimeras como las que persiguen todas las personas que llevan su maldición. Ese mismo día aparecieron las nubes.

En ese momento no les puse atención. Estaba herido y quería hacer mal, dañar a quien se pudiera, y organicé sangrientas batallas contra pueblos del norte y del este. Los soldados-chimpancé destrozaron cuantos cráneos quisieron, tuvieron tantos a su disposición, que llegó a verse --seguramente los mercaderes han esparcido ya esta historia increíble por todo el mundo-- que perdonaban la vida a muchos.

Los soldados-humanos violaron y quemaron docenas de pueblos. No tengo corazón débil, soy de estirpe guerrera, pero toda esta violencia no sólo era inútil, sino que iba dirigida contra el eje de nuestro modo de vida, como una manera terrible de hacerme daño. Cuando reaccioné ante tal iniquidad de la que sólo yo soy culpable, mandé traer de regreso los ejércitos y sólo el poder de las púas neutrónicas emitidas por mis programadores logró que se encerraran en sus cuarteles.

Durante semanas, los tristes lagartos voladores se llenaron de carroña y los ríos siguen teniendo el gusto metálico que deja la sangre. Eso no calmó mi dolor; por el contrario, me sumió en la melancolía. Mientras, las nubes seguían bajando. Dejamos de tener noticias de los otros pueblos, de los pocos que se habían salvado de la muerte causada por mis ejércitos.

Algunos se salvaron por suerte; otros, porque se defendieron bien, unos cuantos porque pudieron negociar con los atacantes. Sin embargo, la voz de todos se fue apagando. Cada vez llegaban menos mercaderes, y siempre hablaban de la niebla que todo se come.

Escucho ruidos. Los gatos-magos convencieron a los soldados humanos, a muchos de los programadores y con ellos, a casi todas las máquinas de defensa, a salir. No creo que sea una buena decisión, la niebla ya lame las murallas de la villa. Abren la puerta, caminan unos metros y desaparecen de la vista. Los gritos que alcanzamos a escuchar me hacen sospechar que no sólo dejaron de verse.

Me asomo al balcón y miro lo que resta de mi mundo. Unos cuantos humanos desconcertados y un puñado de perros fieles. Las nubes ya están dentro del pueblo. Se van comiendo todo. Ya sé quién es esa niebla y le doy la bienvenida, porque esa niebla es el olvido. Me sumerjo en él.