jueves, 26 de junio de 2014

Duermevela



Es la una de la mañana y el cielo se ve de ese gris rojizo enfermo de las noches urbanas. ¡Ay, cómo me duele la falte de esos cielos negros, llenos de estrellas y lunas asesinas! Tengo nostalgia de todo, de lo que viví, de lo que no viví, de lo que imaginé, la nostalgia está siempre conmigo, tanto que ya no sé si me hace bien o mal, simplemente está presente y ya. De repente, estoy en otro lado.

Sé que estoy soñando; de hecho, sé que es una pesadilla muy elemental, llena de símbolos muy básicos, obvios, pero de todas formas me aterran. Recreo mis malas decisiones, mis errores, mis miedos, pero sin demasiados matices, casi como caricaturizados, y eso los hace más terribles, porque se ve que no tienen perdón ni mucho sentido, como si fuera el desarrollo de una novela de esas que pasan por la tele abierta.

 La veo, platico con ella, que me mira de esa manera en que vemos a la gente muy tonta o muy fea, a personas que no queremos ofender porque pensamos que ni siguiera eso merecen. Me cuenta historias absurdas que yo intuyo como mentiras piadosas, como verdades mutiladas para no ofenderme, pues ella sabe que al final, el que ha salido perdiendo todo he sido yo, y sabe también que estoy arrepentido, pero que nada más puede hacerse. 

No importa que yo sepa que estoy dormido porque igual siento pánico. Miro por las grietas del piso y veo que estamos sobre una cueva inmensa. Me doy cuenta de las raíces de los árboles, de los roedores inmundos que me emboscan en la penumbra, de la oscuridad que me reclama. Apenas unos cuantos centímetros de tierra seca, que se desmorona, me separan de ese símbolo sencillo del infierno.

Todo está polvoso y abandonado. Sé que está así porque está muerto para mí, que lo reconstruye mi mente con imágenes de un pasado cercano, pero sin la fuerza suficiente para darle una vida real. Ella me promete cosas lindas y frescas como los chicozapotes que puedes comerte recién cortados, pero que nunca llegan; también, pienso que los chicozapotes rebanados a la mitad parecen vaginas húmedas

No tengo derecho a ella, solo puedo aspirar a un perdón que tampoco tendré. El sueño me oprime  el pecho, no me deja respirar. Quiero gritar, pero es como si no tuviera boca, como cuando guardas un secreto terrible y no puedes contarlo a nadie. 

De repente, el sueño comienza a perder consistencia. Abro los ojos, escucho que los perros de los vecinos alborotan enloquecidos como siempre. Son perros felices e inconscientes que se distraen persiguiendo sus colas o ladrándole a los gatos. Cuando se acercan los niños, se azotan contra la reja. Los niños se ríen, quieren agarrarlos, jugar con ellos. Todos están contentos, el sol brilla, la mañana es hermosa como en un comercial de autos pequeños.

Me levanto, me baño y me visto con lo primero que encuentro, que no es muy diferente de lo que me pondría si escogiera con cuidado. Toda mi ropa es de saldos o pacas, muy parecida entre sí; bueno, tal vez si hubiera elegido, la ropa estaría limpia y los calcetines serían iguales. Parece que este será uno de esos días en los que me siento mucho más animado y optimista, en lo que quisiera saber qué pasará en el futuro lo que es una buena señal, pues creo que hay uno... hasta que el cansancio me agobia, no sé por qué estoy cansado, no he hecho nada, apenas me levanté hace menos de dos horas. Me siento en el sillón de la sala y me quedo dormido.

Hasta hace poco corría por estos túneles pequeños y húmedos buscando una salida; hasta hace poco creí que podría liberarme, pero ya estoy demasiado cansado. Me duelen los músculos y los huesos, me duele el alma tanto que solo quiero echarme en un rincón oscuro y lamerme las heridas, pero ni siquiera es posible en este laberinto tubular en el que vivo. Ya lo dije, estos son sueños muy elementales, pero poderosamente vívidos y lo que es más intranquilizador, están llenos de recuerdos y mi cerebro encuentra referencias y explicaciones que solo se sostienen en ellos. 

Cierro los ojos y escucho las hordas bárbaras que golpean las murallas. Sobre mi ciudad llueven piedras, fuego y flechas que traspasan los suaves cuerpos de guardianes, de ancianos, de niños, de sacerdotisas. Nos defendimos con toda la determinación que pudimos, pero ha sido inútil; hemos logrado detener la destrucción por mucho tiempo, pero ya estamos cansados.

Queríamos la belleza y conseguimos el desamparo; combatimos por la libertad y nos derrotó la desesperanza. Los propios esclavos que amamos, que quisimos liberar, nos escupen ahora a los ojos, nos reclaman airados: “¡Éramos felices cuando ignorábamos! ¡Nos abriste los ojos y nos duele!”.
Aovillado en una vuelta del tubo, dormito cuando recibo la visita del ángel de la muerte, quien me sonríe con dulzura. El ángel de la muerte es insondablemente bello, pero sus ojos son agujeros que esconden el infinito de la muerte, y eso es lo que busco, porque me pesan demasiado mis errores, como a mis víctimas, a mí también me duele.

Los bárbaros entran a la ciudad por mil brechas. Queman y mancillan todo a su paso, ensucian las buenas intenciones, se burlan de los actos bondadosos, afean las obras de arte, tuercen las palabras y las convierten en insultos. Se orinan en los vasos sagrados, defecan en las alfombras milenarias, destruyen lo que no comprenden.

El ángel de la muerte me toma en sus manos de acero y clavó sus uñas en mi cuerpo, me alzó sobre su cabeza y abre las fauces para tragarme… Pero las cierra lentamente, su aliento frío y nauseabundo me agobia, y me vuelve a poner en el suelo. “Si quieres venir conmigo, que sea por tu mano, no por la mía”. Me besa en los labios y se aleja volando por el cielo impasible.

Los bárbaros se acercan. Escucho los gritos de las víctimas, el estruendo del fuego barriendo palacios y bibliotecas. Muy pronto entrarán a este último reducto, al centro de la existencia. Me preparo para recibirlos. Afeito cuidadosamente mi cuello y lo perfumo, como hacían los samuráis, porque cuando lleguen ellos, no habrá más resistencia, sino que presentaré mi garganta a sus aceros. Espero que el corte sea rápido.

Pero no llega el corte; en su lugar, escucho que tocan la puerta en el mundo real; tengo la impresión de que llevan un buen rato haciéndolo, pero no tengo la mente muy clara. Me asomo por la ventana. Un joven alto con cara de asaltante de micros —no sé si exista esa cara, pero de que esta persona la tiene, la tiene— me pregunta mi nombre.

—¿A quién buscas?”, le respondo enfatizando el tú. 

“A Rigoberto Gorostiza Pineda, ¿qué es de usted?”, me responde.

—Un desconocido, pero si vienes del gas, no he pagado, así que si quieres cortar el servicio, hazlo, los medidores están en la azotea, creo”.

“Es que vengo del gas a cortar el servicio, porque no ha pagado, don”.

Me dan ganas de responderle que es un imbécil, que eso es precisamente lo que le acabo de decir, pero decido ser humanitario y tratarlo como si fuera persona:

—Sí, mira, yo alquilo el departamento y no he pagado, no tengo dinero…

“Oiga, don, si debe bien poquito. Le va a salir más cara la reconexión…

—Sí, ya sé, pero no tengo dinero.

“Pues yo tengo que cortarle el servicio entonces. Es que a mí me pagan por destajo y pues si no le corto, pues pierdo, aunque de por mí, yo se lo dejaba...

—…

“…pero no puedo…”

—…

“A menos, no sé, que me dé lo del servicio, unos 50 pesitos”.

—No, si tienes que cortarlo, pues córtalo. No tengo dinero. —Sé que no van a cortar nada, que les da flojera subir la escalera pegada a la pared que lleva a la azotea. El tipo se da la vuelta indignado y se va. Por supuesto, no se dirige a cortar el gas, sino que baja. 

Salgo a la calle. Camino por avenidas aburridas, llenas de gente atareada y malencarada, atestadas de basura y puestos de baratijas chinas que si pudiera llevar al pasado vendería como maravillas tecnológicas o, mejor aún, como magia. La gente prefiere la magia que la razón. Como menú mexicano en un restaurante chino —al menos, lo que me sirven se puede distinguir— y me meto al cine de un museo, donde hay un ciclo de películas mexicanas de terror. Estoy cansado y nuevamente tengo sueño; es un buen lugar para dormir.

Me veo más alto y más delgado, pero sobre todo, más joven. Estoy haciendo cola en la caja de un banco de esos que forman parte de un almacén comercial especializado en ventas a plazos, así que tiene que ser el presente, no había de esos cuando tenía los años en que me veo ahora. 

Las otras personas de la fila son, sobre todo, señoras que vienen a pagar estéreos con bocinas de bambú, pantallas del tamaño de las paredes de sus departamentitos o préstamos obtenidos en plazos eternos, pero accesibles. Compran caro y lo saben; yo creo que por eso, en sus casas ponen el volumen de los home theaters y aparatos musicales tan fuerte que el sonido rebota distorsionado en las ventanas de los otros departamentos —lo que a veces es benéfico, sobre todo cuando ponen cedés piratas de Luis Miguel o Arjona, —. Pero nada de eso importa —salvo, en todo caso, para destacar que el entorno me es familiar—; lo interesante es que solo tengo puestos unos bóxers, de esos Fruit of the Loom de abuelito que venden en los supermercados en paquetitos de tres.

Bóxers y piernas blancas. Por supuesto, yo estoy muerto de la vergüenza, pero me aguanto; las señoras de la fila cuchichean entre ellas y me señalan cuando suponen que no me doy cuenta. No sé porqué no traigo más ropa. Casi es mi turno, pero una gorda de mallones lila que se había entretenido viendo las ofertas de licuadoras para día de las madres (no tengo idea de la razón de que se ofrezcan ahora si no es mayo; no sé la fecha, pero estoy seguro de que el mes debería ser agosto o septiembre), regresa a su lugar que supuestamente yo le había guardado adelante de mí. Quién sabe si sea cierto, pero no quiero llamar más la atención —como si eso fuera posible—.

Dejo que la señora arregle su asunto primero. La caja no es de banco, sino más bien de tienda. La clienta se acerca a la empleada, quien bromea con ella. Le pregunta por “su viejo” y ella le responde que para qué quiere viejo si hay jóvenes encuerados más buenos por todos lados. Ambas me miran y ríen.
Me da algo de pena, pero también me enorgullece que alguien considere que estoy bueno. Siempre he tenido complejo de feo, que entierro bajo una capa de soberbia que matizo con actitudes cínicas y una insoportable vanidad, pero la verdad… la verdad es que creo que soy feo. A veces pienso que preferiría ser súper modelo que intelectual.

Despierto bruscamente. Un viejito apestoso quiere pasar y me empuja para que despeje el pasillo. Recojo las piernas y él murmura algo que suena como a pinchemadreculeroporquénoteparasydejasdeestorbar

“¿Qué pasa?” –le reclamo con toda la rudeza que he recopilado en años de ver películas de charros afamados.

--Nada, señor, Solo quiero pasar, compermicito…

“Pero qué es eso de mi pinche madre que dice. Nomás pida permiso”.

--Yo ni he dicho nada, señor –me responde el viejito al borde del llanto. También, intercalado con sus palabras, escucho pincheputonomásporquesoyviejonotemadnoalavergaacámismo…

Me levanto y salgo corriendo. Escucho muchos quélepasaaesteimbécil, quépedopendejo y mierdaspinchesdrogaditosquesevayanamonearasucasa… Todos los ancianos del cine me miran y meten sus palabras en mi mente. Ahora resulta que puedo escuchar sus mentes y para lo que me sirve, reflexiono mientras corro hasta una tiendita y saco un refresco del refrigerador rojo. Odio las botellas de plástico, pero no quiero pedir ni buscar un destapador.

Me tomo el líquido anaranjado de un trago, eructo y le aviento un billete de a quince pesos al tendero. No escucho nada en mi cerebro, así que salgo a caminar por la cintura mágica del sur. Bueno, no, eso es una canción. Simplemente camino hasta llegar al metro. La cajera malpagada y humillada por jefes y usuarios, me avienta un boleto. 

Veo que viene el tren. Ya no quiero soñar. Pienso que podría aventarme frente a él; seguramente me mentarían la madre decenas o cientos de personas, pero vale la pena. Solo alcanzo a ver la luz del tren que se acerca, bordeada por la oscuridad del túnel. Decido dar el paso y mientras caigo pienso que es curioso que la luz que se acerca no parece del metro, sino de los trenes que se ven en las películas viejas. ¡Ah! También puedo oler el sabor del chicozapote.