martes, 1 de julio de 2014

Naturaleza



La primera vez que tuvieron sexo, ella le pidió que no se fuera a enamorar. Él le respondió claro que no, ¿crees que soy tonto? La segunda vez, no fue una petición sino una súplica, pero él estaba dispuesto a cualquier cosa porque quería seguir con ella. La tercera vez que tocaron el tema, junto con todo lo demás, no fue petición ni súplica, sino exigencia; él no dijo nada pues no quería mentirle, pero la amaba. Ella se dio cuenta, pero determinó que no era su problema; se lo había advertido tres veces, así que allá él y su mala cabeza, pues ¿a quién puede ocurrírsele que está bien enamorarse de una sacerdotisa de la terrible diosa tecolote, la que lleva la guerra y la sabiduría a los hombres?

Tiempo después, cuando él vivía en el lugar de las noches oscuras y las constelaciones de nombres extraños, y estaba solo, recordaría las advertencias, pero como suele ocurrir, muy tarde, muy a destiempo, muy para nada. Los largos barcos de cristal, construidos para comerciar y para que los exiliados gozaran del lujo por última vez en sus vidas, lo habían llevado hasta ese lugar de destierro, donde seguramente moriría solo, sin que nadie lo recordara.

Pero en el mundo anterior, el de las lagunas desecadas donde el lobo del largo invierno bajaba para pelear con nuestro señor desollado para ver si los campesinos tendrían primavera ese año, él creía que no había futuro, que solo el momento valía la pena. Nunca le importó que sus años fueran tantos que lo que para él eran recuerdos para otros fueran leyendas que cantaban los músicos trashumantes, para él la vida era como dicen los que no saben que es la vida para los perros, una serie de sensaciones e imágenes que se van perdiendo en el pozo negro y sin fondo del olvido.

Pero ni los perros viven así, ni su propia vida era de ese modo, por más que él se hubiera convencido de ello, pero se dio cuenta en el exilio, cuando ya lo mismo daba que se percatara de ello o no. En las tierras de las noches oscuras era poco menos que un extraño y poco más que un advenedizo, apenas una curiosidad en el pueblo de gente pequeña y aguerrida.

A él lo protegía el cuervo que a cambio, bajaba a comer sus ojos todas las noches. Ese cuervo conjuraba los peligros, al menos la mayoría, que lo acechaban en el pueblo tan ajeno donde los olores lo deslumbraban, los sabores le causaban miedo, los sonidos lo confundían, la gente le parecía incomprensible y él asustaba a la gente. No estaba en su lugar y de nada le servía maldecir dioses y creaturas; de eso se trataba el exilio, él se lo había buscado, lo habían advertido y, simplemente, había decidido no escucharlos. Él era el único culpable.

Una vez más la madrugada llegó sin que él hubiera dormido. No soportaba el dolor del cuervo que lo esperaba peinándose las plumas con esa costumbre a un tiempo repugnante y fascinante de las aves. El cuervo no se preocupaba, sabía que tarde o temprano obtendría su alimento; de hecho, lo prefería cuando estaba seco y enrojecido por el cansancio. No tenía a quién rezarle, a los dioses les disgusta que los insulten, a fin de cuentas tienen sentimientos y orgullo, como nosotros. Solo le quedaban los demonios, pero a esos él no les importaba, no les interesa quien se les acerca por su propia voluntad.

Recordó la primera vez, la segunda, la centésima octava; recordó todas y cada una de las veces que tuvo sexo con ella y decidió que no estaba arrepentido. Las ranas rieron divertidas, al igual que los grillos y los ratones de campo. ¿No estaba arrepentido? ¿Acaso tenía oportunidad de decidirlo? Todos los seres de la tierra y del agua, los del aire y de los mundos intermedios sabían que él jamás había tenido oportunidad de nada que no fuera seguir el destino que las diosas le habían trazado. No es que hubieran jugado con él, de la misma manera que el gato no juega con el ratón antes de matarlo, sino que simplemente era su naturaleza.

El secreto, lo que las hacía inmortales, era que las víctimas no se dieran cuenta, que creyeran que todo lo hacían por su propia voluntad. Y por cierto, a ellas también les dolía, a veces, un poco, ver ese sufrimiento, pero qué podían hacer, como ya se dijo, era su naturaleza.