Las nubes cubren ya la mitad de los cerros, a veces, incluso más abajo; parece como si el cielo se fuera comiendo poco a poco los montes. El refugio está en el valle. Yo creo que no aguantaremos más de dos días, pero los perros-exploradores creen que soy optimista, que no nos queda ni uno. Gruñen y refunfuñan, se tiran mordidas y esperan instrucciones. Claro, si estas no llegan pronto, terminarán por hacer lo que mejor les parezca. Yo creo tendrían más oportunidades así, pero tengo que guardar las apariencias. Se supone que yo estoy al mando.
Con las nubes llegará la muerte, o algo por el estilo. El último de los chimpancés-guerreros regresó enloquecido de la carga que organizaron para llegar a la cima del monte más alto, hartos de lo que ellos calificaban “miedo patológico” y yo consideraba “prudencia”. Apenas logramos entender que no se adentraron mucho en las nubes, no más de 100 o 200 metros. A partir de eso, todo es confuso.
Lanzamos abejas electrónicas y libélulas mágicas. Todas llegaron hasta el borde de las nubes, revolotearon tontamente y regresaron. Después, simplemente se negaron a volar. Ni una pizca de información se pudo obtener de ellas.
“Eso nunca había pasado, es malo, muy malo”, maullaron los gatos-magos, que generalmente lo único que logran es asustar a los demás pensantes, y corrieron a esconderse en el tejado supuestamente a idear conjuros, pero lo más seguro es que simplemente se refugiaran para temblar de miedo y comer pajaritos sin que nadie los viera.
La verdad es que no tengo la menor idea de qué hacer. Dicen los otros humanos que estoy hechizado, que desde que Blela del Rus me abandonó, no soy el mismo, que suspiro por los rincones y lánguidamente espero la muerte.
Al menos, supongo que eso es lo que dicen, pues no se atreven a hablarlo de frente, no con mi guardia de sargentos robóticos funcionando en alerta máxima, pero lo veo en sus miradas, ya sean tropas de asalto, programadores o simples operarios manuales. Me desprecian, pero me temen. Mala combinación.
Lo peor es que tal vez tengan razón. Incluso, creo que yo soy quien genera esta niebla. Los cerros brillaban verdes y dorados como siempre hasta hace unos cuantos meses cuando Blela del Rus decidió extender sus amplias alas y volar hacia el desierto, en busca de no sé qué quimeras como las que persiguen todas las personas que llevan su maldición. Ese mismo día aparecieron las nubes.
En ese momento no les puse atención. Estaba herido y quería hacer mal, dañar a quien se pudiera, y organicé sangrientas batallas contra pueblos del norte y del este. Los soldados-chimpancé destrozaron cuantos cráneos quisieron, tuvieron tantos a su disposición, que llegó a verse --seguramente los mercaderes han esparcido ya esta historia increíble por todo el mundo-- que perdonaban la vida a muchos.
Los soldados-humanos violaron y quemaron docenas de pueblos. No tengo corazón débil, soy de estirpe guerrera, pero toda esta violencia no sólo era inútil, sino que iba dirigida contra el eje de nuestro modo de vida, como una manera terrible de hacerme daño. Cuando reaccioné ante tal iniquidad de la que sólo yo soy culpable, mandé traer de regreso los ejércitos y sólo el poder de las púas neutrónicas emitidas por mis programadores logró que se encerraran en sus cuarteles.
Durante semanas, los tristes lagartos voladores se llenaron de carroña y los ríos siguen teniendo el gusto metálico que deja la sangre. Eso no calmó mi dolor; por el contrario, me sumió en la melancolía. Mientras, las nubes seguían bajando. Dejamos de tener noticias de los otros pueblos, de los pocos que se habían salvado de la muerte causada por mis ejércitos.
Algunos se salvaron por suerte; otros, porque se defendieron bien, unos cuantos porque pudieron negociar con los atacantes. Sin embargo, la voz de todos se fue apagando. Cada vez llegaban menos mercaderes, y siempre hablaban de la niebla que todo se come.
Escucho ruidos. Los gatos-magos convencieron a los soldados humanos, a muchos de los programadores y con ellos, a casi todas las máquinas de defensa, a salir. No creo que sea una buena decisión, la niebla ya lame las murallas de la villa. Abren la puerta, caminan unos metros y desaparecen de la vista. Los gritos que alcanzamos a escuchar me hacen sospechar que no sólo dejaron de verse.
Me asomo al balcón y miro lo que resta de mi mundo. Unos cuantos humanos desconcertados y un puñado de perros fieles. Las nubes ya están dentro del pueblo. Se van comiendo todo. Ya sé quién es esa niebla y le doy la bienvenida, porque esa niebla es el olvido. Me sumerjo en él.
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