viernes, 9 de septiembre de 2011

Otra forma de infierno


“Todas las personas, pero en particular las inteligentes y creativas, tienen el cerebro lleno de demonios que se vuelven en contra de ellas y no les permiten hacer lo que debieran…” El texto que acabo de escribir me parece exacto, pero insuficiente. Las palabras no me llegan en este cuarto de hotel decadente, en los límites del abandono, en el que el viento hace que la puerta golpee como si alguien tratara de entrar.

Tengo las ventanas abiertas para que entre el aire y la lluvia; no quiero cerrarlas, no quiero quedarme rodeado de mí mismo. Además, así aprovecho que se ventile este cuarto que a pesar de desinfectantes y aromas guarda el olor de encuentros fortuitos y deseados, de vejez extrema y demasiada juventud, de anhelos enloquecidos y profunda decepción.

Una vez más todo se reduce a sentirme usado, a imaginarme como una envoltura de papel de estraza que ha cumplido su función y simplemente se le arruga y tira sin detenerse a pensar en el acto, simplemente como un reflejo.

Las luces azules, blancas y rojas de los estrobos de las patrullas policiacas brillan en los charcos, autos estacionados y paredes empapadas. Yo tengo frío. Mis dedos están helados, tanto, que si los pongo en mi frente siento como cuando entierras la cara en la nieve y me asalta ese dolor como de cristal que el hielo produce en la cabeza. El frío se va apoderando de mí, me dificulta respirar.

Cierro los ojos y puedo mirar todo lo que he perdido. Percibo el calor del sur y la risa de mi niña abandonada, siento la tibieza de los montes verdes y húmedos de otro sur, esos montes que pensé míos, pero que jamás me pertenecieron, y veo perros, muchos perros, que trataron de hacerme compañía, pero que también dejé atrás.

Veo los dedos que me apuntan, que señalan todos mis errores, todos mis defectos, todas mis miserias. El frío, mientras, sigue avanzando hasta más allá del límite de mi vida. Estábamos equivocados, en el infierno no hay llamas.

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