“Todas las
personas, pero en particular las inteligentes y creativas, tienen el cerebro
lleno de demonios que se vuelven en contra de ellas y no les permiten hacer lo
que debieran…” El texto que acabo de escribir me parece exacto, pero
insuficiente. Las palabras no me llegan en este cuarto de hotel decadente, en
los límites del abandono, en el que el viento hace que la puerta golpee
como si alguien tratara de entrar.
Tengo las ventanas abiertas para que entre el aire y
la lluvia; no quiero cerrarlas, no quiero quedarme rodeado de mí mismo. Además,
así aprovecho que se ventile este cuarto que a pesar de desinfectantes y aromas
guarda el olor de encuentros fortuitos y deseados, de vejez extrema y demasiada
juventud, de anhelos enloquecidos y profunda decepción.
Una vez más todo se reduce a sentirme usado, a
imaginarme como una envoltura de papel de estraza que ha cumplido su función y
simplemente se le arruga y tira sin detenerse a pensar en el acto, simplemente
como un reflejo.
Las luces
azules, blancas y rojas de los estrobos de las patrullas policiacas brillan en
los charcos, autos estacionados y paredes empapadas. Yo tengo frío. Mis dedos
están helados, tanto, que si los pongo en mi frente siento como cuando
entierras la cara en la nieve y me asalta ese dolor como de cristal que el
hielo produce en la cabeza. El frío se va apoderando de mí, me dificulta
respirar.
Cierro los ojos
y puedo mirar todo lo que he perdido. Percibo el calor del sur y la risa de mi
niña abandonada, siento la tibieza de los montes verdes y húmedos de otro sur,
esos montes que pensé míos, pero que jamás me pertenecieron, y veo perros, muchos
perros, que trataron de hacerme compañía, pero que también dejé atrás.
Veo los dedos
que me apuntan, que señalan todos mis errores, todos mis defectos, todas mis
miserias. El frío, mientras, sigue avanzando hasta más allá del límite de mi
vida. Estábamos equivocados, en el infierno no hay llamas.
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