miércoles, 15 de julio de 2009

Taxista de Caracas

Afirmar que los taxistas permiten conocer el alma de una ciudad es casi uno de esos lugares comunes que, como tal, muchas veces no nos permitimos experimentar. En el Oaxaca o en Montevideo, en Buenos Aires o en Lima, el taxista se convierte muchas veces más que en un personaje, en el personaje. Conoce los lugares públicos y secretos de las ciudades, tiene historias ocultas, nos hace partícipes de secretos y confidencias.

Estos pequeños personajes son, sin embargo, fugaces, desechables en el sentido de que apenas pagamos de buena o mala gana el servicio y nos bajamos del taxi, vuelven al olvido del que sólo en muy contadas ocasiones pueden rescatarse.

Hace tres años estuve en Caracas, Venezuela, ciudad en la que distintos tipos de taxis compiten por el pasaje. Desde las impresionantes SUVs de 50 dólares del aeropuerto internacional de Maiquetia Simón Bolívar, hasta las kamikazes motocicletas que en minutos sortean los pequeños pero casi impenetrables embotellamientos que misteriosamente aparecen de la nada en la capital venezolana, sus conductores son muy animados.


Platican de política y de béisbol (así lo pronuncian), de lo hermosa que es su ciudad o del caos en el que se ha convertido. La plática es fluida, rápida y frecuentemente se convierte en monólogo que fluye entre las calles y avenidas caraqueñas, como la de aquel conductor español que hablaba venezolano con acento peninsular, al que le gustaba el fúrbol (tal cual) y las carreras de autos y añoraba la arbolada Caracas de antaño, “una ciudad más arbolada que ahora, pero que tiraron muchos árboles para construir los nuevos edificios, como esos que se ve ahí”. Se refiere al altísimo rascacielos incendiado de las oficinas de tránsito venezolanas, rodeado de edificios de 15 o 20 pisos con sus balcones llenos de ropa oreándose, que bien podrían ser una buena alegoría del desarrollo de las capitales latinoamericanas.

Sin embargo, ninguno de esos ocasionales conductores dejó huella tan entrañable como Claudio Riccardi, italiano con 50 años en Venezuela que toda su vida trabajó en fábricas (“antes que otra cosa, soy obrero y chavista, señor, aunque a muchos les pese”) y cuya ilusión máxima había sido retirarse a la Arcadia que para él estaba en el pueblo italiano donde vivía su familia, campesinos muy pobres, pero autosuficientes. ”Lo que allí se come es fresco –contaba, con emoción apenas contenida– recién cosechado; el vino y la cerveza también se hacen ahí y las guardamos en el pozo para que estén frescas. Comemos verduras, quesos, puras cosas frescas y no esas pastas que les gustan en Roma o Napoli, no, pura comida sana…

Lo que pasó fue que yo que nací en1936 jamás me había enredado con una mujer hasta 1990 que conocí a una a la que conté mis planes y me dijo que quería compartirlos conmigo. Le dije que yo no quería hijos por mi edad. Me acompañó a Italia, pero al poco tiempo quería regresar porque extrañaba la vida de la ciudad. Además, estaba embarazada. Regresamos, compré un apartamento, la crisis económica casi terminó con mis ahorros, me enfermé de la pierna y ahora soy taxista. Me va bien, el carro es mío, pero estoy triste.

Tal vez me hubiera muerto hace años en mi pueblo, no sé si se pueda añorar lo que jamás se ha tenido, señor, pero no sabe cuánto añoro esa vida que no tuve”.

Como en una mala novela, el final de la narración llegó precisamente cuando entrábamos al estacionamiento del aeropuerto. El olor a mar entró por la ventana y se llevó los recuerdos de la utopía olorosa a tomate y albahaca. Los problemas del cambio de divisas y de trámites engorrosos y desconocidos terminaron de borrar la historia.

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