“Que los estadounidenses necesitan la guerra para sobrevivir es una verdad que tendremos que recordar todos los veranos y los 11 de septiembre, gracias a ellos. De lo que yo no estoy tan segura es que yo necesite discursos cinematográficos de paz con un superhéroe con rifle y bayoneta en la mano. Supongo que la paz, el humanismo y, después de todo, el ser humano, están en otro lado”. Nancy Villegas en “Fuimos héroes, la violencia como deber y el humanismo como paliativo”, aparecido en Globalización, cine y educación de Armando Meixuerio y Rafael T. Ramírez, Ediciones Taller Abierto, México 2004.
La historia transcurre en Mogadiscio, Somalia, 3 de octubre de 1993.
Los protagonistas son, en la vida real y en el cine (La caída del halcón negro, Black Hawk Down, Ridley Scott, 2001), los siguientes:
Un cuerpo de paz del ejército de Estados Unidos, de esa paz tan extraña con helicópteros artillados y misiles que emplea la autoproclamada “tierra de los libres y los valientes” a regiones lejanas para preparar el terreno a maquiladoras y tiendas de donas.
Los habitantes de la capital de Somalia y combatientes a las órdenes del controvertido líder Mohamed Farrah Aidid.
Como comparsas o extras tenemos militares de Pakistán y Malasia quienes en la película, por cierto, dan la impresión de ser británicos, en una actitud bastante poco agradecida hacia uno de los principales aliados de Estados Unidos en el mundo.
Tanto en esa construcción de la mente que llamamos “vida real” como en la película, tenemos coincidencias, tales como una desproporción tecnológica impresionante. Helicópteros que valen lo que el sistema educativo completo de un país pequeño, armas personales tan sofisticadas como mortíferas y una realidad que aprendieron en su momento los franceses en México y en Vietnam; los propios estadounidenses en Vietnam y muchos ejércitos regulares: un pueblo en armas, aún con rifles kalashnikov, buenos para los narcos en tiroteos urbanos, pero difícilmente efectivos contra tanques, con granadas autopropulsadas montadas en coches de desecho, pueden oponerse con efectividad a ejércitos modernos.
Sin embargo, también hay divergencias. El nombre oficial de la operación militar es “Gothic Serpent”. El diccionario Merriam Webster explica que el término inglés “gothic” se refiere al estilo de ficción caracterizado por el uso de ambientes desolados o remotos e incidentes macabros, misteriosos o violentos. Este nombre no se emplea en la película.
Y aquí es donde se empieza a abrir el abismo marcado por el discurso, que no por los hechos, entre la realidad y el cine. Atestiguamos en la película de Ridley Scott como masas de desharrapados enloquecidos sin corazón, pues incluso, como también lo podemos ver en Reglas de combate (Rules of Engagement, William Friedkin, 2000) arman a sus niños y los mandan a la guerra (¿qué no podían mandarlos a los scouts o a un summer camp mientras actuaban los pacificadores americanos?), humanos a los que sólo queda llamarlos así en aras de lo políticamente correcto, pues se muestran como animales, masacran hombres buenos, que están en el ejército de Estados Unidos con buenas intenciones, para salvar al mundo de sí mismo, aunque el mundo no desee esa salvación.
Cada uno de los 18 muertos en la película, y en particular de los seis rangers abatidos, tiene nombre, historia, nos dolemos con su familia, quisiéramos consolar a su viuda y a sus hijos, como la esposa del coronel Moore (Mel Gibson) en Fuimos héroes (We were soldiers, Randall Wallace, 2002). Y esos son los únicos muertos que importan. Los tal vez mil somalíes que perdieron la vida son secundarios, quién va a llorarlos; los paquistaníes y malayos abatidos por sacar a los estadounidenses del atolladero al que los llevó su soberbia y desprecio por los nativos, ni siquiera se documentan en la historia, porque muertos, lo que se llama muertos, con nombre y apellido, sólo los empleados del Tío Sam.
La propaganda aniquila los límites de la realidad, reescribe la experiencia. Si para Derrick de Kerckhove, el aventajado discípulo de McLuhan, la realidad se forma a partir del lenguaje y, más específicamente, del discurso, la propaganda moderna en su versión cinematográfica (aunada a su hermana la televisiva) fácilmente pulverizan esos límites, nos hacen vivir ese “acoso de las fantasías” de Slavoj Zizek, donde “la fantasía crea un escenario en el que se opaca el horror real de la situación”, obligan a pensar que cuando Rimbaud, el poeta, y Lacan, el psicoanalista, determinaron “yo soy el otro”, tenían razón.
Aquí está el peligro de cintas propagandistas disfrazadas de entretenimiento. Delimitan en términos de significados quiénes son seres humanos y quienes no; determinan quiénes tienen cultura o valores y quiénes son apenas un conglomerado de... bueno, personas con grados diferentes de desarrollo, para emplear nuevamente los adjetivos políticamente correctos con que nos ha ilustrado la derecha.
No es tan grave si se tratara de una película que tuerce la realidad, como The Alamo (John Lee Hancock, 2004) en la que negros (¡ups! afroamericanos) pelean hombro con hombro contra mexicanos, sin importar que una de las verdaderas causas de la guerra haya sido la oposición de México a la esclavitud de los colonos texanos, Pero cuando a esta película se le añaden cientos de glorificaciones, reinterpretaciones y mentiras, verdaderamente es muy poco lo que un público poco instruido puede hacer.
Así, muchos mexicanos apoyan los esfuerzos bélicos de Estados Unidos en Asia o África y olvidan que hace poco más de 150 años nuestro país fue invadido y saqueado; desconocen que los argumentos (atraso, fanatismo, dictador) que se emplearon contra Irak fueron asombrosamente parecidos que los que se emplearon contra nuestro país.
Otro peligro, tal vez menos evidente es que a la hora de hacer una crítica a la propaganda, en el momento de desenmascararla, algunas personas puedan llegar a pensar que si las motivaciones estadounidenses eran oscuras, entonces los malos que se apuntan pudieran no serlo, cuando, en ocasiones, también entre ellos hubo criminales sanguinarios.
Joanna Bourke, en su obra La segunda guerra mundial: historia de las víctimas (Paidós, 2002) muestra que en la guerra, y la propaganda es una de sus manifestaciones, lo único que importa y lo que habitualmente menos se llora, es el dolor y la desesperanza de cada una de las víctimas, particularmente civiles, que ven destrozados sus sueños y aniquiladas sus vidas en el lodazal inmundo de las decisiones de los poderosos.
1 comentario:
Esta película provocó una batalla campal entre una amiga y yo. Nunca volví a ver a mi amiga igual. Yo le dije que la muerte de unos cuantos soldados no valía la vida de miles de civiles. Ella me dijo que si fuera su hijo o su esposo no le importaría que mataran a 5000 personas. Le dije que ellos eran soldados y los otros civiles que nada lo justifica. Me dejó de hablar por un mes...
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