"No compres a crédito, sobre todo si son cosas que no te urgen”, me decían unos. “Mejor saca una tarjeta de alguna tienda grande”, opinaban otros; gente juiciosa e inteligente me prevenía: "el dinero que te prestan ahora se lo robas a tu yo del futuro". Sin embargo, la advertencia que me parecía más ocurrente, y la que también ignoraba, era: “los cobradores de la tienda tal te chuparan la sangre, te quitarán el alma”.
Por
supuesto, no hice caso a ninguno de estos consejos. Para empezar, mi pesimismo me hacía pensar que tal vez no habría futuro, y mi absoluta estupidez me había convencido que todo se arreglaba de una y otra manera. Además, me había obsesionado con cierto
celular de alta gama y con mi sueldito y los compromisos familiares, la única
forma de hacerme de uno era endeudándome. Por supuesto, eso no era tan sencillo.
Boletinado hasta en mi cuadra por deberle al de la tienda jamón, queso, pan y chilitos, por supuesto que las fuentes normales de crédito eran completamente inalcanzables para mí, y yo solo me amargaba cada vez más en el atestado microbús y el ruinoso metro en las dos y media horas de trayecto, tarde y noche, hasta mi trabajo y veía como gente que a mis ojos no me llegaba ni a los talones tenía celulares como el que yo quería, y la rabia me iba invadiendo, me quemaba las entrañas.
El
punto de quiebre llegó una mañana en que iba tarde para el trabajo. Se subió al
microbús una pareja de malandros enmascarados que al grito de “ya se la saben,
celulares y carteras”, procedieron a desvalijarnos de nuestras cosas. Cuando
llegaron conmigo les entregué mi celular.
La
verdad, no estaba preparado para lo que siguió. El ladrón con máscara de payaso
lo tomó con evidente asco, se lo mostró a su compañero con máscara de iguana y
dijeron “este compa si que está fregado” y me lo aventaron en la cara.
Algo
me poseyó en ese momento. Ya que avanzamos, unas cuadras más adelante, me bajé
en la tienda tal, que prometía abonos chiquitos, servicios bancarios y créditos
a “cualquier creatura con alma” (así decía su publicidad que en ese momento me
pareció tremendamente ocurrente).
Me
llamó un poco la atención que la tienda estuviera mal iluminada y que los
empleados, aunque activos y entusiastas, se vieran pálidos y ojerosos. Uno de
ellos se me acercó y me preguntó si me interesaba por algo.
Le
dije del celular. Me lo mostró y en cuanto lo tuve en mis manos supe que tenía
que ser mío. Sostenerlo me hacía sentir importante, interesante y hasta
exitoso, como en la prehistórica canción de Los Tigres del Norte, me sentía “con mi celular en la mano, romano de la antigüedad”. Vi el precio y me pareció
absurdo.
El
vendedor, quien debajo de la colonia para después de afeitarse olía un poco a
tierra y hojas descompuestas, tomó la tarjeta del precio y la aventó. “No se
preocupe, usted tiene crédito con nosotros, no puede dejar de llevarse este aparato,
se lo merece”.
Me
habló de un plan de crédito a muchos meses, de intereses y me extendió un
contrato a mi nombre. No dude en firmarlo. Cuando puse mi firma, de alguna
manera me corté con el papel la yema del dedo y unas cuantas gotas de sangre
mancharon el documento. En lugar de cambiarlo, el vendedor murmuró un
“perfecto, perfecto”, me dio el celular nuevecito en su caja, lo metió en una
bolsa llena de folletos y salí a la calle. ¡Ah! Incluso le añadió audífonos
bluetooth, cargador ultrarrápido y carcaza megarresistente “grado militar”.
Cuando
llegué a casa ignoré los reclamos de mi esposa, los gritos de los niños y los
ladridos del perro, me encerré en el
baño para que no me molestaran, saqué el teléfono, lo encendí y mi vida cambió.
En
unos cuantos días me ascendieron en el trabajo, empecé a ganar más y dejé de regresar
al hogar. Pensé que mi esposa no era suficientemente bonita e interesante para
una persona como yo y que mis hijos tal vez ni fueran míos, estaban muy flacos
y feos para mí.
Pude
hacer los primeros pagos con facilidad porque el dinero simplemente fluía,
aunque después de hacerlos me sentía cansado y somnoliento, lo que atribuí a
que el cobrador siempre llegaba en la noche.
Medio
año después ya no pude pagar. Intempestivamente se me acabó el dinero, me quedé
sin trabajo y supe que los hermanos de mi esposa, ambos boxeadores
profesionales, me buscaban, seguramente para platicar amablemente conmigo
Los
que nunca me perdieron de vista fueron los cobradores. Pero ya no eran amables
y encantadores. Se habían convertido en criaturas de la oscuridad. Al principio
pensé que no podrían entrar en el cuarto donde vivía porque no los había
invitado, pero además de malignos eran abogados y me informaron que al firmar
el contrato expresamente les había permitido llegar en todo momento a mí.
Cada
vez tengo menos sangre, más dolor y menos ganas de vivir. Pero los cobradores
son implacables, me dicen que seguirán viniendo por un tiempo tan largo como la
eternidad que dure mi contrato de crédito.
2 comentarios:
Los encantadores cobradores chupa alma siempre me han parecido seres temibles, este cuento los retrata como los imaginé siempre.(:
Cuando piense en sacar un crédito, volveré aquí (:
Vuelve cuando quieras, este es el espacio para todas las personas que quieran. Muchas gracias.
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