martes, 14 de octubre de 2025

Un ángel vengativo

Siempre he trabajado con demonios. Los grandes, furiosos, llenos de fuego, son mis favoritos, pero no le hago el feo a los pequeños y negros, que te hielan el corazón y producen desesperanza; ni a los medianos, verdes, que producen los crímenes de la violencia, los celos y la furia.

Mi cercanía —familiaridad, de hecho— con belcebúes y beliales me viene por herencia. No estoy seguro, se ha perdido en la sombra de los siglos, pero entiendo que hace muchas generaciones algún antepasado hizo un trato divino, o satánico, no lo sé aún, y mi estirpe se convirtió en una especie de representante de los poderes del mal.

Así, he acompañado a diablos y diablitos en sus correrías por el mundo, llevando dolor y desgracia en todos los rincones de la tierra. Me he vuelto insensible al llanto de padres y viudas, de niños y abuelos. No me alegra, en realidad me da igual.

Sin embargo, desde hace unas semanas, un sentimiento extraño se ha apoderado de mí. Cuando camino por la calle, me detengo y volteo sobre su hombro porque en algún café o restaurante, dejo mis alimentos con la certeza de que están envenenados.

El terror se ha apoderado de mí.

Llegó de manera inesperada. Una tarde empezó a llover con mucha fuerza, como suele ocurrir en la Ciudad de México. Yo había salido a dar un paseo (en realidad, a acompañar a un par de demonios a llevarse al infierno a un adúltero golpeador que se gastaba la quincena en bares).

En el camino escuché un ruido que venía de una caja de cartón mojada. La curiosidad que dicen mató al gato en este caso lo salvó. Un animalito del tamaño de mi mano, empapado y aterido, me miraba lastimero.

Maldiciéndome, decidí rescatarlo. En mi casa, le di un poco de jamón, leche y le hice un nido para que se calentara. Ya, más noche, sentí como subía a mi cama y se acostaba junto a mí. Dormí muy mal, con pesadillas. Sentía a mi lado una presencia pesada, como de reptil que se iba apoderando de mí.

Esa sensación desapareció en la mañana, que fue un día atareado, pero extraño. No conseguíamos encontrar a ninguno de los condenados de la lista y, les aseguro, la furia del infierno por el trabajo mal hecho no es nada que quieras experimentar.

Llegué a mi casa. Olía extraño. Como a animal. Pensé que el gato había ensuciado, pero no. Todo estaba inmaculado. Luego, me imaginé que alguno de los demonios había ido a visitarme, porque algunos de ellos tienen mal olor, pero nada.

Solo estaba el gatito.

Que me veía fijamente, con esa cara de reproche que tienen todos los felinos.

Entonces, escuché su voz. “No me dejes, no te vayas, eres mío, solo mío”.

El gato iba tomando la forma de una mujer alta, delgada, gris, con piel de apariencia de reptil.

“Mío, eres mío”.

Sin pensarlo, me abalancé sobre ella y la tiré por la ventana. Vi cómo caía, pero jamás la vi llegar al piso.

Pensé que, de alguna manera, algún demonio estaba molestándome. Estaba equivocado.

Acudí con uno de mis contactos infernales. Palideció (sí, un demonio puede palidecer) y me dijo que estaba condenado. No era ningún demonio, por el contrario, era un ángel. Un ángel de la guarda, para más señas.

Ellos tienden a ser muy simples, muy elementales. Yo lo había rechazado desde mi nacimiento para dedicarme al empleo familiar, pero este en particular no había dejado de buscarme.

Me localizó, se convirtió en gato y la historia ya la saben.

Solo que este ángel no es bondadoso. Es un ser resentido, celoso, que se siente rechazado.

Y me hará pagar en vida el que yo me haya tratado de deshacer de él.

 

 

 

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