El viento arrastra nieve pulverizada y carbón que se pega a
mi abrigo, a mi gorra, a mi mochila. Hace frío, mucho, y seguramente cuando
anochezca será peor, y así por unos cuatro mil o cinco mil kilómetros. Estoy
aquí, solo, esperando que llegue el último tren a Siberia.
Ya he estado allí y la detesto, pero en estos meses me he
dado cuenta de que es el único lugar seguro para mí, y para los demás. Por eso,
espero en esta estación casi abandonada a las afueras de un Moscú fuera del
tiempo para llegar hasta las heladas tundras de la lejanía.
Llega el tren. La máquina gruñe y bufa, se queja y por
fin se detiene. El tren largo, de madera, viene de una época ajena. La nieve
arrecia, pesa sobre los hombros; puntos de carbón encendido revolotean y
amenazan meterse a los ojos.
Subo al vagón, me acomodo en mi compartimiento. El tren
empieza a caminar. Atrás de mí, el último atardecer de la historia prende de
rojos y amarillos el cielo y poco a poco va disolviéndose en el azul oscuro de
la noche.
Ya voy camino a Siberia.
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