Desear poder forzar su cuello para destrozar con los propios
dientes su garganta. Por más que se esfuerza es imposible, pero el deseo de
hacerlo permanece y alimenta las fuerzas para intentarlo. Corre por el bosque rompiendo
el pecho de los carneros, quebrando el espinazo de las vacas, dejando sin
cabeza a los guardabosques; no hay límite para el daño que pueda hacer, siempre
que no sea contra sí mismo. Así, la promesa de la luna llena es basura, no
tiene sentido tanta fuerza, tanta furia, si no puede voltearse contra su
origen.
Corre por el bosque y lo riega con sangre; llena los pinos
de pedacitos destrozados de carne y hueso. Su aullido provoca abortos en
pueblos lejanos y, dicen, el nacimiento de terneras con dos cabezas y seis
patas. Con una zancada cruza torrentes y barrancas, pero su búsqueda es inútil
porque su objetivo es inalcanzable. Corre toda la noche, y la noche siguiente,
hasta que la luna deja de ser una perla grande y maligna en el cielo.
Entonces despierta. Adolorido y sediento, un burócrata que
se quedó dormido en su coche al lado de la carretera. Amargado, harto de su
rutina, escapa de vez en cuando para imaginar mundos diferentes. Lo único que
le molesta es ese olor a hierro oxidado que queda en su cuerpo y el sabor a
sangre que tarda muchos cafés, muchos cigarros y mucho enjuague en desaparecer
de su boca.
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