martes, 6 de diciembre de 2016

Sendero

Húmedo, frío, nebuloso, como siempre; el sendero, casi borrado por el bosque, también como siempre oculta peligros mundanos y mágicos. Ahora, y esto es nuevo, los helechos están manchados de rocío de sangre. Las gotas rojísimas brillan alegres durante unos momentos antes de oxidarse y tornarse pardas. ¿Te has dado cuenta cómo salpica la sangre cuando sacudes la espada para limpiarla? 

Así se ven los helechos, pero por acá no hay espadas, ni cuellos. O al menos no debiera haberlos, están prohibidas en este bosque, aunque no estoy seguro de que todos hagan caso. Yo mismo desafío el tabú y, escondido en mi espalda, llevo un cuchillo largo, casi tanto como una espada pequeña, y casi tan mortífero. Difícilmente sobreviviría algún ladrón o lagarto si me atacaran; ahora que si la amenaza fuera de otro tipo, no estoy seguro de qué pasaría.

Como con las arañas, que se meten en tu mente y empiezan a horadar madrigueras y rellenarlas de seda para poner sus huevecillos. En los huecos empiezan a crecer, además de nuevas arañas, el temor, la frustración y la ira. El recuerdo de la mirada de desprecio de aquella amante que no olvidas, la forma en que tu madre prefirió a tu hermano al momento de repartir el pan, la manera en que tus amigos murmuraban de ti a tus espaldas...

Cuando las arañas te atacan, no te das cuenta de inmediato, sino cuando tomas el hacha y destrozas los cuerpos de esa amante, de la madre y tus hermanos, de tus amigos, que te saludan al regresar al pueblo y no puedes recordar porqué los mataste y solo te queda el cansancio en los brazos de tanto cortar y su sangre se mete en tus ojos. Si tienes suerte, tal vez te mates también a ti mismo; si no, seguramente los jefes de la aldea te exiliaran a las islas de ceniza y viento de sal y nieve, donde vagarás por la eternidad preguntándote por qué mataste a quienes querías.

Las arañas no son lo peor. También puedes encontrarte con el lagarto escamoso que te empezará a susurrar, sin que lo veas, la necesidad de irte quitando la ropa y dormir desnudo bajo los árboles milenarios, para que en la noche, bajen las hadas de dientes de acero y se alimenten con tu cuerpo cuidando de que tu muerte sea lenta y muy dolorosa.

Los árboles también susurran, en un idioma que no se entiende mucho, pero intuyes que hablan de un tiempo sin gente habitado por osos gigantescos y dragones, donde la luna de sangre iba preparando la historia de incontables dinastías de esforzadas personas que jamás lograrían cumplir sus anhelos, y piensas que están hablando de ti mismo, de quienes te precedieron y quienes te seguirán.


Casi desde el final del camino ves tu aldea; esperas poder encontrar un poco de calor y compañía allí. Un poco de guisado y una cama tibia y compartida, pero la villa está oscura y fría, con la marca de la muerte, y te das cuenta de dónde salió la sangre de los helechos del camino; también, empiezas a sospechar quién limpió allí su espada.

martes, 6 de septiembre de 2016

Un burócrata sueña

Desear poder forzar su cuello para destrozar con los propios dientes su garganta. Por más que se esfuerza es imposible, pero el deseo de hacerlo permanece y alimenta las fuerzas para intentarlo. Corre por el bosque rompiendo el pecho de los carneros, quebrando el espinazo de las vacas, dejando sin cabeza a los guardabosques; no hay límite para el daño que pueda hacer, siempre que no sea contra sí mismo. Así, la promesa de la luna llena es basura, no tiene sentido tanta fuerza, tanta furia, si no puede voltearse contra su origen.

Corre por el bosque y lo riega con sangre; llena los pinos de pedacitos destrozados de carne y hueso. Su aullido provoca abortos en pueblos lejanos y, dicen, el nacimiento de terneras con dos cabezas y seis patas. Con una zancada cruza torrentes y barrancas, pero su búsqueda es inútil porque su objetivo es inalcanzable. Corre toda la noche, y la noche siguiente, hasta que la luna deja de ser una perla grande y maligna en el cielo.


Entonces despierta. Adolorido y sediento, un burócrata que se quedó dormido en su coche al lado de la carretera. Amargado, harto de su rutina, escapa de vez en cuando para imaginar mundos diferentes. Lo único que le molesta es ese olor a hierro oxidado que queda en su cuerpo y el sabor a sangre que tarda muchos cafés, muchos cigarros y mucho enjuague en desaparecer de su boca.

miércoles, 1 de junio de 2016

Siberia



El viento arrastra nieve pulverizada y carbón que se pega a mi abrigo, a mi gorra, a mi mochila. Hace frío, mucho, y seguramente cuando anochezca será peor, y así por unos cuatro mil o cinco mil kilómetros. Estoy aquí, solo, esperando que llegue el último tren a Siberia.

Ya he estado allí y la detesto, pero en estos meses me he dado cuenta de que es el único lugar seguro para mí, y para los demás. Por eso, espero en esta estación casi abandonada a las afueras de un Moscú fuera del tiempo para llegar hasta las heladas tundras de la lejanía.

Llega el tren.  La máquina gruñe y bufa, se queja y por fin se detiene. El tren largo, de madera, viene de una época ajena. La nieve arrecia, pesa sobre los hombros; puntos de carbón encendido revolotean y amenazan meterse a los ojos.

Subo al vagón, me acomodo en mi compartimiento. El tren empieza a caminar. Atrás de mí, el último atardecer de la historia prende de rojos y amarillos el cielo y poco a poco va disolviéndose en el azul oscuro de la noche.

Ya voy camino a Siberia.


No existo

La veo mientras platica. Miro como mueve los ojos, como señala con las manos, la forma en que sus labios se fruncen para pronunciar las “o”; creo que es bella, sé que es inteligente. La veo, pero ella no puede verme. En realidad, nadie puede verme. Floto por los lugares más ligero que la brisa, casi completamente incorpóreo.

Para fines prácticos no existo.

Solo estoy en el tiempo viendo pasar la vida. El mundo que da vueltas, la gente que tal vez en alguna otra realidad pude haber querido, u odiado. Soy invisible e inasible, pero lo miro todo, lo pienso todo.

Solamente soy inexistencia.

Me alimento de los restos de pensamientos que la gente va dejando a su paso por la vida, de pequeños desperdicios de sentimientos, de planes e ilusiones que casi siempre terminan por olvidarse, languidecer y convertirse en polvo.

No existo desde hace milenios.

Otra vez la miro. Su sonrisa es especial, única. Aunque no sea feliz, busca esa felicidad que solamente conocen algunos perros bobos que persiguen las moscas a mordidas mientras se aburren las tardes soleadas. Al igual que esos perros, ella quiere ser feliz porque existe, y ese es el único secreto. Ella no lo sabe, aunque tal vez lo intuya.

Tampoco sabe que no existo.