Húmedo, frío,
nebuloso, como siempre; el sendero, casi borrado por el bosque, también como
siempre oculta peligros mundanos y mágicos. Ahora, y esto es nuevo, los
helechos están manchados de rocío de sangre. Las gotas rojísimas brillan alegres durante unos momentos antes de oxidarse y tornarse pardas. ¿Te has dado cuenta
cómo salpica la sangre cuando sacudes la espada para limpiarla?
Así se ven los
helechos, pero por acá no hay espadas, ni cuellos. O al menos no debiera
haberlos, están prohibidas en este bosque, aunque no estoy seguro de que todos
hagan caso. Yo mismo desafío
el tabú y, escondido en mi espalda, llevo un cuchillo largo, casi tanto como
una espada pequeña, y casi tan mortífero. Difícilmente sobreviviría algún
ladrón o lagarto si me atacaran; ahora que si la amenaza fuera de otro tipo, no
estoy seguro de qué pasaría.
Como con las
arañas, que se meten en tu mente y empiezan a horadar madrigueras y rellenarlas
de seda para poner sus huevecillos. En los huecos empiezan a crecer, además de
nuevas arañas, el temor, la frustración y la ira. El recuerdo de la mirada de
desprecio de aquella amante que no olvidas, la forma en que tu madre prefirió a
tu hermano al momento de repartir el pan, la manera en que tus amigos
murmuraban de ti a tus espaldas...
Cuando las arañas
te atacan, no te das cuenta de inmediato, sino cuando tomas el hacha y
destrozas los cuerpos de esa amante, de la madre y tus hermanos, de tus amigos,
que te saludan al regresar al pueblo y no puedes recordar porqué los mataste y
solo te queda el cansancio en los brazos de tanto cortar y su sangre se mete en
tus ojos. Si tienes suerte, tal vez te mates también a ti mismo; si no,
seguramente los jefes de la aldea te exiliaran a las islas de ceniza y viento de sal y nieve, donde vagarás
por la eternidad preguntándote por qué mataste a quienes querías.
Las arañas no son
lo peor. También puedes encontrarte con el lagarto escamoso que te empezará a
susurrar, sin que lo veas, la necesidad de irte quitando la ropa y dormir
desnudo bajo los árboles milenarios, para que en la noche, bajen las hadas de
dientes de acero y se alimenten con tu cuerpo cuidando de que tu muerte sea
lenta y muy dolorosa.
Los árboles
también susurran, en un idioma que no se entiende mucho, pero intuyes que
hablan de un tiempo sin gente habitado por osos gigantescos y dragones, donde la
luna de sangre iba preparando la historia de incontables dinastías de esforzadas
personas que jamás lograrían cumplir sus anhelos, y piensas que están hablando
de ti mismo, de quienes te precedieron y quienes te seguirán.
Casi desde el
final del camino ves tu aldea; esperas poder encontrar un poco de calor y
compañía allí. Un poco de guisado y una cama tibia y compartida, pero la villa
está oscura y fría, con la marca de la muerte, y te das cuenta de dónde salió
la sangre de los helechos del camino; también, empiezas a sospechar quién limpió allí su espada.