Eborus,
el batracio gigante que domina el cenagal, rugió de nuevo. El fragor de su
grito causó la muerte de centenares de pequeños animalitos cuyo corazón se
paralizó de terror; los más grandes no murieron, pero guardaron silencio.
Eborus volvió a rugir, aún más fuerte. Ahora, incluso los relámpagos dejaron de
escucharse, ni siquiera el tronar del volcán gigante podía competir con el
lamento del batracio. Eborus, el animal más grande de la historia, el más
fiero, estaba muriendo. El cáncer corrompía sus órganos internos, desordenaba
sus funciones básicas, enloquecía su mente, alguna vez la más brillante de este
lado de la galaxia.
El
lamento del animal condenado no era triste sino feroz. Eborus mordía su propio
cuerpo para liberarse de la enfermedad que no solo lo estaba matando, sino que
lo despojaba de su raciocinio. Eborus, el batracio gigante estaba muriendo, y
como todos los seres inteligentes cuando llega ese momento, tenía miedo y
estaba solo.
Poco
a poco, el decadente emperador del lodo se fue adormeciendo en el fresco
lodazal y los parásitos regresaron a alimentarse de sus desechos. El ruido
regresó a su mundo. Primero, se escuchó el rumor del volcán; significaba
peligro, pero todas las criaturas vivientes medran en el peligro, lo único que
necesitan es que les parezca normal. Luego, la igualación de cargas de la
ionósfera, la atmósfera y la superficie del planeta pantano dejó escuchar
nuevamente sus tronidos. Pronto, todos los animales que tenían algo qué
susurrar empezaron a hacerlo, hasta llegar a la algarabía corriente.
Observo
este drama desde mi prisión en la cima de un volcán supuestamente extinto.
Kilómetros de campos autocontenidos para proteger un castillo medieval
transportado desde los Cárpatos. Una mala broma, claro. Un castillo lleno de
servidores biomecánicos que responden al nombre de Igor, pero con los que no se
puede mantener ninguna conversación. La única inteligencia en este mundo,
además de la mía, es un batracio gigante de una especie casi extinta que, por
si fuera poco, agoniza.
Aquí
soy nada o casi nada. Señor de los Tábanos, profeta de la pestilencia, emisario
del olvido, virrey de Nada o de Casi Nada. Pasillos y escaleras de piedra que
como las de Escher, dan vueltas sobre sí mismas, bordean el vacío, llegan a
muros ciegos. Este es mi imperio, ahora desde siempre y para siempre.
No hay comentarios:
Publicar un comentario