domingo, 1 de mayo de 2011

El Sol


Tlaltizapán es el Sol. Siempre que sales a la calle, que te asomas a una ventana, te encontrarás con una luz que abarca todo, que quema todo. De alguna manera, no es una luz que purifica, sino un brillo intenso y cruel.


Abro la puerta y, a pesar de esperarlo, el golpe de la luz solar me asfixia. Me sobrepongo, y aún deslumbrado, cruzo la Vicente Guerrero, una de las calles principales del pueblo (lo que convierte la casa en un lugar muy ruidoso pues siempre está transitado por vehículos que creen que siguen en la carretera) hacia el negocio de “La tatuajes” o “La chilanga”, una septuagenaria con la espalda ilustrada por recuerdos de los hippies mexicanos. El local se llama “Estética D’Silvia” y es un portento de horrores arquitectónicos.


La monstruosidad de ladrillos rojos, trabes y castillos de cemento, y ventanas de diversos tamaños, se alza hasta cuatro pisos de altura, lo que la convierte en la construcción más alta del pueblo, salvo la antena de Telmex. Una de las peculiaridades de esta casa es que los pisos superiores son más anchos que los inferiores, además que están construidos de manera que parecen una escalera de caracol. Seguramente algún temblor se encargará de regar esta casa sobre las de los vecinos, quienes además, se encuentran más abajo pues la calle ocupa lo que alguna vez fue un cerro, como casi todas las de Tlaltizapán.


Doña Silvia esconde, más o menos, otro secreto: de chilanga sólo tiene el haber vivido algunos años en alguna colonia del Distrito Federal, porque en realidad ella es oaxaqueña. Me asomo al salón de belleza pues siempre me fascina ver que su interior se corresponde perfectamente con el exterior. Sinceramente, no sé quién querrá embellecerse aquí, pero el hecho es que siempre hay clientela, aunque algunas veces, se trate de señoras que están en alguna de las múltiples cajas de ahorro a las que es adicta la peluquera.


Bajo hacia el centro, a tres calles de distancia, por la Independencia. Algunas calles están empedradas, otras tienen loseta, algunos más, adoquines. Llego a la esquina de la alameda, un rectángulo de unos 100 metros de largo por 60 de ancho, dividido en dos partes. En la primera, árboles frondosísimos albergan millones de pájaros, particularmente unos negros muy brillantes, que la gente de aquí llama urracos y yo urracas. Hay, también, un kiosko pequeñísimo que ahora es tienda de artesanías, y un teatro al aire libre, donde lo mismo hay bailables, que prédicas evangelistas, mitines partidistas o exhibición de películas.


La otra parte de la alameda está ocupada por una cancha de basquetbol muy grande, tal vez del tamaño de una de futbol, y un asta bandera que conmemora a los muertos durante un ataque carrancista a la población, que fue el cuartel general de Emiliano Zapata durante la Revolución. Incluso ahora, muchas de las familias tradicionales del pueblo están orgullosas de abuelos o bisabuelos que pelearon con “El jefe”.


El extremo norte de la alameda está delimitado por una serie de puestos de gorditas y pozole, abiertos por las mañanas; el extremo opuesto da a la carretera que lleva a Las Estacas, Cuautla, Jojutla y otras poblaciones.


Cruzo la alameda de forma sesgada pues quiero ir a la farmacia. Allí compro un remedio que necesito. El taquero del puesto local de “Los Gelas” (tacos regionales que se encuentran en Zacatepec y otras poblaciones) me saluda como si me acabara de ver ayer, aunque hace cuatro meses que no vengo por acá. Me acuerdo que tengo hambre y pido tres tacos de esa cecina tan diferente de la que hay en otros lados. Mi reciente experiencia como ayudante de taquería me hace ver con escepticismo los tacos, pero no importa, están sabrosos. Pido también un agua de horchata, pero esa todavía no la prepara un taquero muy joven y muy atarantado. Pido dos tacos más.


Paso con el peluquero, un soldado desertor que extrañamente sólo abre su peluquería cada tercer día porque los demás corta el pelo a militares en algún destacamento de la zona. Sus maneras son de militar, pero cobra muy poco y deja bien. Bueno, realmente para mis cortes, no se requiere de mucho conocimiento. Le preguntó cuando abrirá y me dice que el viernes. “El viernes nos vemos”, le respondo. Él tampoco se muestra extrañado de mi ausencia; más bien, la norma por aquí es que los hombres salgan “al Norte”, a la capital o a otros lados durante largas temporadas.


Subo por la calle del palacio municipal, del mercado y la primaria, lugares de los que hablaré luego, compro un litro de agua de alfalfa con Emma, y regreso a la casa, donde estoy solo casi todo el día, aunque tengo la compañía de los perros y, ahora, de dos gatos… y de ese Sol que parece guardar algún secreto.

2 comentarios:

Adriana del Moral dijo...

Me gustan tus crónicas de lugares que son casi no-lugares. De pueblos donde la magia se revela cruel y desgarradora.

Me encantó también que tú fueras a la marcha, me dio muchísimo gusto encontrarte con lentes y paliacate en medio de ese caos de "la otra marcha" mezclada con las juventudes priístas y la vieja centro izquierda. Ahora que lo dices, creo que sí, que las minorías de las minorías son mi target favorito (aunque mi éxito sea mayor con los hombres lujuriosos, jajaja). Marchando en ese contingente tan diverso, con personas tan opuestas fue como al fin sentí pertenencia. Somos de ningún lugar, ningún partido, ninguna escuela. Gracias por serlo conmigo. Abrazote.

Norma Luz dijo...

¡Qué curioso! Así como te leo, estou segura que en algunos lugares de la república he sentido ese sol.