lunes, 9 de mayo de 2011

Vamos, es por la paz

para Vale, mi hijita tan lejana


“Voy a ir a la marcha, ¿por qué no vas?”, me preguntó mi amiga Adriana por el chat. “¿Por qué no?”, pensé. Guardé una chamarra, un libro, varias plumas y una libreta en la mochila y me lancé hacia el monumento a la Revolución. Desde Pino Suárez iba atento para detectar señales de la marcha, pero entre los paseantes domingueros, parejas con hijos desesperados, señoras con mercancía para vender, montones de provincianas con acentos marcadísimos y unas muy improbables chicas que silbaban fragmentos de la Flauta Mágica de Mozart mientras subían las escaleras de la estación hablando de novios y chelas.

Camino hacia el monumento sorteando priistas que van a algún mitin, bien organizados, con sus gorritas y camisas rojas, que más que izquierdas a mí me suenan bastante fascistas, pero ellos están muy a gusto. En la loma que forman los cimientos porfiristas hay de todo, desde priistas retrasados hasta vendedores de juguetes. Un cadete del Colegio Militar se toma una foto con uniforme de gala, el olor a cagada de caballo me trae un poco de nostalgia del campo que cada vez siento más mío.

Estoy aturdido. ¿De dónde han salido esas indígenas chiapanecas con huipiles tan igualitos, como dice la gente normal? ¿Y esas hoces y martillos? No veo gente de la calle, vamos, ciudadanos sin organización. ¿Me habré equivocado? De repente, alguien conocido pasa junto a mí, entregando volantes. La llamo, me ve, nos abrazamos, me presenta con alguien: “dos de mis mejores amigos”, comenta.

Le pregunto si ella sabe qué ocurre, pero no tiene ni idea. Poco a poco los contingentes comienzan a formarse, algunos gritan consignas, pero los líderes les recuerdan “callados, compañeros, callados, hoy protestamos con el silencio.

Cruzamos Paseo de la Reforma bordeados por émulos de the fast and the furious pegados al claxon, como si de veras tuvieran algo muy importante que hacer un domingo al cuarto para la una de la tarde. Algunos en la marcha se miran nerviosos; otros, más curtidos, dan consejos:”péguense más, no dejen que se metan los coches”, porque como si alguien hubiera conjurado al estereotipo del chilango clase media alta imprudente, una SUV Suzuki nuevecita, negra, qué envidia, se mete entre dos contingentes cuando el segundo se retrasó un poco para cambiar de cargadores de una mojiganga muy bien hecha. El Suzuki se encaja entre un Atlantic ruinoso y una camioneta de 30 años que debían ir protegiendo “atrás de la retaguardia, compañeros, atrás, por favor”.

Pasamos por Gobernación, nos detenemos no sé bien para qué. Una señora pasa preguntando si nadie ha visto dos niños güeritos, “que deben estar por aquí”. Nadie los ha visto. Seguimos caminando, damos vuelta por Televisa. Poco a poco la marcha va tomando forma. Se suman contingentes, desde el grupo de prostitutas, muy jóvenes o muy viejas, con mirada de ya-estoy-harta-y-si-me-buscas-te mato-cabrón, con su pancarta en la que se niegan a tener dueño, hasta las monjitas muy jóvenes, que ríen entre nerviosas y decididas mientras que sus ojos revolotean.

Vuelvo a encontrar a Adriana quien toma fotos con pasión y entrega volantes a un grupo de franeleros que se incorporó y atajan autos con más efectividad que los policías, a bandita de punks góticos que se miran extrañados de que la mexicana-que-parece-hindú los tome en cuenta. Las minorías de las minorías, ni más ni menos. Ella acepta que le gusta dirigirse a estos grupos, pero que su target verdadero son los hombres lujuriosos. Y ríe al contar su ocurrencia.

Los dejo atrás, me adelanto al Eje Central, y me topo con los grupos que vienen del sur, de CU. Cada vez más grupos distintos, pero hermanados en el dolor de la pérdida, en la decisión de no tener miedo. Familias de ese norte que casi no imaginamos, el norte rural y duro, el del desierto, que vienen a pedir justicia por sus muertos; artistas que piden lugares de trabajo porque aseguran, sin fundamento, pero con fe, que “más cultura es menos violencia”.

La marcha es una fiesta, pero no una de esas fiestas suavecitas, con meseros. No, es una fiesta rural, de gente harta, cansada, que se siente feliz de estar junta, pero extraña demasiado a los que no están por una guerra, un gobierno, una situación que ni se entiende ni se controla. Una fiesta de color y música, pero también de ira no muy oculta, de manos dispuestas a formarse puños.

Una feria de manifiestos escritos, desde citas glosadas de un original erróneamente atribuido a Brecht “vinieron a matar campesinos, pero como no era campesino…” hasta la incoherencia retórica que plañe que si la “iglesia callará como perro “. ¿Callará como perro? Lemas desgarradores que reflexionan en que no todos somos poetas, pero que todo hijo es un poema, hasta la estupidez machista de pedir que “las putas nos gobiernen ya que sus hijos no pudieron”. Se mezclan las frases del Che, de Einstein, de Lennon, de Neruda. Frases de la imaginación popular, de la consigna política, del dicho de los niños, pero que hablan de lo mismo: del fin de la violencia.

Camino por Madero, me escabullo entre manifestantes y curiosos, entre turistas y policías. Unas mujeres reparten agua gratis y una de ellas pide: “al compañero policía también, él también tiene sed”. El policía recibe el agua con mirada de agradecimiento, no totalmente exenta de desconfianza. Tiene uniforme, claro, pero seguramente también una familia, sueños, ideales. Él también está en peligro.

Llego al zócalo. No hay demasiada gente. En un lado están los electricistas vendiendo aguas y tortas democráticas; en el piso se venden libros y parafernalia revolucionaria, muy años 60. Llego a un templete. Allí, una madre de familia del norte, otra vez ese norte, cuenta desde el fondo de sus entrañas del dolor que le causa la muerte de su hijo, de la impotencia de que nadie, ninguna autoridad, investigue siquiera. Se le rompe la voz varias veces, pero sigue firme.

Luego, un joven de Xenaló, superviviente de Acteal cuenta de manera tranquila sobre el trabajo de Las Abejas y de cómo los afecta la violencia. No grita, pero su voz firme nos recuerda agravios al tiempo que habla del Evangelio. Me alejo. Veo más recuerdos de Ciudad Juárez y la reflexión acerca de cómo los mexicanos no prestamos demasiada atención, vamos, no la suficiente, cuando fueron “nada más” mujeres las muertas.

Compro una tostada de haba, con frijoles, nopales y salsa; yo digo que son de Toluca y siempre me traen el recuerdo de mi madre, y camino la marcha en sentido contrario. La gente sigue llegando. Ricos y pobres; chilangos y fuereños; jovencitos asombrados o desmadrosos, mucha, mucha gente a la que le gusta vivir en paz, que como Víctor Jara, creen que eso es un derecho.

Una chica se pregunta dónde irá a parar toda la basura de la marcha, pero la verdad es que casi no hay tal. Hay gente recogiendo envases de agua o vasos, pero la mayoría de las personas no los están tirando al suelo.

Seguramente no fue la mejor de las marchas, seguramente se colaron oportunistas, sin embargo, hay una muestra representativa de toda la población, de que mucha, mucha gente, no quiere violencia. De que mucha, mucha gente, cree que el Gobierno es culpable de ella.

Los gritos de los vendedores, los desplantes ocasionales de algunos grupos que aseguran que hay que romper el silencio, no hacen más que enmarcar una protesta. Me alejo de los manifestantes sin pensar que abandono el acto. Vine como cronista y me di cuenta de que aunque termine oficialmente, esta protesta irá creciendo.

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