miércoles, 1 de junio de 2016

Siberia



El viento arrastra nieve pulverizada y carbón que se pega a mi abrigo, a mi gorra, a mi mochila. Hace frío, mucho, y seguramente cuando anochezca será peor, y así por unos cuatro mil o cinco mil kilómetros. Estoy aquí, solo, esperando que llegue el último tren a Siberia.

Ya he estado allí y la detesto, pero en estos meses me he dado cuenta de que es el único lugar seguro para mí, y para los demás. Por eso, espero en esta estación casi abandonada a las afueras de un Moscú fuera del tiempo para llegar hasta las heladas tundras de la lejanía.

Llega el tren.  La máquina gruñe y bufa, se queja y por fin se detiene. El tren largo, de madera, viene de una época ajena. La nieve arrecia, pesa sobre los hombros; puntos de carbón encendido revolotean y amenazan meterse a los ojos.

Subo al vagón, me acomodo en mi compartimiento. El tren empieza a caminar. Atrás de mí, el último atardecer de la historia prende de rojos y amarillos el cielo y poco a poco va disolviéndose en el azul oscuro de la noche.

Ya voy camino a Siberia.


No existo

La veo mientras platica. Miro como mueve los ojos, como señala con las manos, la forma en que sus labios se fruncen para pronunciar las “o”; creo que es bella, sé que es inteligente. La veo, pero ella no puede verme. En realidad, nadie puede verme. Floto por los lugares más ligero que la brisa, casi completamente incorpóreo.

Para fines prácticos no existo.

Solo estoy en el tiempo viendo pasar la vida. El mundo que da vueltas, la gente que tal vez en alguna otra realidad pude haber querido, u odiado. Soy invisible e inasible, pero lo miro todo, lo pienso todo.

Solamente soy inexistencia.

Me alimento de los restos de pensamientos que la gente va dejando a su paso por la vida, de pequeños desperdicios de sentimientos, de planes e ilusiones que casi siempre terminan por olvidarse, languidecer y convertirse en polvo.

No existo desde hace milenios.

Otra vez la miro. Su sonrisa es especial, única. Aunque no sea feliz, busca esa felicidad que solamente conocen algunos perros bobos que persiguen las moscas a mordidas mientras se aburren las tardes soleadas. Al igual que esos perros, ella quiere ser feliz porque existe, y ese es el único secreto. Ella no lo sabe, aunque tal vez lo intuya.

Tampoco sabe que no existo.