La oscuridad es total y la conciencia flota en el vacío de la
nada. Sin referencia alguna, sólo puede saber que está en ese no-lugar por una
comparación que se dará en unos segundos, cuando escucha a todo volumen:
“…padre nuestro que estás en el cielo…”
“Carajo, no puede ser. ¿Me estoy volviendo místico? ¿Habré estado
equivocado y el mundo es católico y, para acabarla, estoy muerto y en la gloria
que me prometieron los lasallistas?”
Los pensamientos de Rafael se desbocan de manera inusitada y
peligrosa, teniendo en cuenta de que ha de ser muy temprano, de madrugada
todavía.
“Tercer misterio, la proclamación del reino de dios…” La vocecita
monjil permite al desorientado Rafael intentar poner orden en el caos de su
cerebro y abrir los ojos. Borrosamente, logra ver el radio-despertador que está
en el buró. Sus números rojos anuncian desvergonzadamente que son las 5:15 am.
“¿Las cinco y cuarto de la mañana? ¿Por qué estoy despertándome a esta hora?”.
Rafael Nájera, antiguo profesor regañado, entiende por fin el
misterio que unos segundos antes le pareciera un aviso apocalíptico. “¡En este
pinche rancho hay estaciones de radio que trasmiten el rosario de madrugada
para torturar pecadores; además, algún estúpido intendente o huésped anterior
supone que la gente debe levantarse en la madrugada!”.
“Carajo, carajo --repite Rafael a modo de mantra--. Carajo,
carajo, carajo…” El ex maestro equivocado y ahora dividido está enojado porque
lo despertaron, pero sobre todo, desconcertado.
“Entiendo --dice mientras trata de acomodarse para seguir
durmiendo al menos hasta las 11 o 12 del día, como cualquier ser humano
decente-- que haya gente a la que le guste rezar, ir al templo, ser parte de la
adoración del rostro milagroso o dejarse crecer caireles hasta los hombros para
adorar un dios, pero la religión debería ser personal, no obligatoria”.
Rafael no puede acomodarse. Recuerda que en Lima quedó impactado
porque en el aeropuerto “Jorge Chávez” se invitara a la gente a la “santa misa”
por el sonido local (y pensó como en México aún se conservaba cierto pudor para
separar los asuntos religiosos de los civiles), que en Buenos Aires perdiera un
día entero (sin viáticos) porque el día de alguna virgen absolutamente todo el
país se paralizaba (y se congratuló que en México ni siquiera el 12 de
diciembre ocurría eso).
Pero, como alguna vez dijo Jim Morrison citando al Eclesiastés,
“vanidad de vanidades, todo es vanidad”. México, de regreso del camino
republicano que ya no quería seguir, empezaba a adoptar esos modos, incluyendo
la transmisión radial en la capital oaxaqueña de rosarios radiofónicos.
“Ahora, ¿de qué voy a enorgullecerme?” –pensaba el flamante
investigador especializado en estudios socioculturales para una firma de
“consumer intelligence”, mientras orinaba de mal humor.
El agua a presión de la regadera lo reanima un poco. Uno de los
placeres culposos de Rafael es gastar mucha agua cuando sale de viaje y,
además, utilizar muchas toallas. Después del baño, se viste y saborea
anticipadamente el buen desayuno en el restaurante de ese hotel de cuatro
estrellas (“donde la quinta es usted”, según el eslogan) que tanto le han
ponderado sus empleadores. Además, podrá repasar sus notas para la plática que
debe dar a varios ejecutivos de la cámara de comercio del estado sobre las
“maravillosas posibilidades de negocio y servicio que se abren para todos aquellos
empresarios modernos capaces de entender las necesidades de sus consumidores”.
Casi contento, Rafael llega al restaurante, donde recibe otro
golpe emocional: “¡No es posible! --exclama realmente horrorizado--. ¡No es
posible, estoy en medio del rodaje de la vigésima parte de Madagascar!”. La
gente lo voltea a ver. Algunos ríen disimuladamente; otros, se muestran interesados.
Rafael señala un grupo de monjas que están sirviéndose generosas porciones de
mole amarillo, huevos con jamón o empanadas fritas del bufet.
“Joven, por favor compórtese”, le pide un obsequioso mesero. “¡Más
respeto, cabrón!”, exige un panzón de bigotito y guayabera de las caras. “¿Qué
le pasa a ese señor?”, pregunta una muchacha con cara de mosca muerta. “Yo
quiero otra taza de chocolate”, pide un sacerdote setentón y estereotípicamente
rubicundo desde una mesa del fondo del restaurante.
Rafael empieza a caminar hacia atrás, llega a la puerta del
restaurante y corre al elevador. Llega al vestíbulo y sale corriendo, pero
tropieza en la bardita tirapendejos (como le informó Jorge --su enlace local--
cuando lo acompañó el día anterior a registrarse) y cae. Con las rodillas
adoloridas (pero no tanto como su orgullo), empieza a levantarse, ayudado por
dos jóvenes de camisa y corbata. “¿Te lastimaste, hermano?”, le preguntan al
unísono. Rafael los observa, preguntándose cuándo llegó la clonación a producir
seres humanos.
“Hermano, ¿estás bien?”, insisten, mientras el golpeado incrédulo
se maravilla ante el portento de que dos gargantas emitan una sola voz.
A punto de mandar a la chingada a los dos vendebiblias, Rafael
alcanza a ver cómo un grupo de seminaristas vestidos de negro escucha a su
mentor que está señalando al grupo formado por Rafael y los seguidores de
aquéllos prohombres que a mediados del siglo 19 pelearon contra el gobierno
estadounidense por el derecho a tener muchas esposas y matar a sus adversarios
a traición.
“Vean de qué manera nuestros hermanos separados se aprovechan de
la debilidad y la ignorancia de los pecadores”, oye cómo un sacerdote que
conduce un grupo de célibes adolescentes seminaristas interpreta el cuadro en
que participa Nájera. “Ese pobre hombre seguramente sigue bajo los efectos del
alcohol y la parranda de ayer y los herejes… digo, nuestros hermanos separados,
tratan de atraparlo en sus garras”.
“En sus redes”, corrige automática y mentalmente el maestro
latente. “O con sus garras, si quieren”, añade. Lo que sí dice en voz alta es
“separados, mis huevos”. Claro, esa expresión no tiene ningún sentido, pero Rafael
se aferra a ella para escapar de la locura en que está metido. “Ustedes,
hermanos, vayan al carajo, pero no se vayan solos, llévense a las vestidas y al
viejo buey que las pastorea”, añade rotundo.
Luego, una vez recuperado el control y la dignidad, camina a la
avenida, aborda un taxi y le pide que nomás lo lleve lo más lejos que pueda.
“Faltaba más”, le dice el chofer, mientras se acomoda sus ray-ban y arranca el
coche con un buen derrapón de llantas.