La primera vez que tuvieron sexo, ella le pidió que no se
fuera a enamorar. Él le respondió claro que no, ¿crees que soy tonto? La
segunda vez, no fue una petición sino una súplica, pero él estaba dispuesto a
cualquier cosa porque quería seguir con ella. La tercera vez que tocaron el
tema, junto con todo lo demás, no fue petición ni súplica, sino exigencia; él
no dijo nada pues no quería mentirle, pero la amaba. Ella se dio cuenta, pero
determinó que no era su problema; se lo había advertido tres veces, así que
allá él y su mala cabeza, pues ¿a quién puede ocurrírsele que está bien
enamorarse de una sacerdotisa de la terrible diosa tecolote, la que lleva la
guerra y la sabiduría a los hombres?
Tiempo después, cuando él vivía en el lugar de las noches
oscuras y las constelaciones de nombres extraños, y estaba solo, recordaría las
advertencias, pero como suele ocurrir, muy tarde, muy a destiempo, muy para
nada. Los largos barcos de cristal, construidos para comerciar y para que los
exiliados gozaran del lujo por última vez en sus vidas, lo habían llevado hasta
ese lugar de destierro, donde seguramente moriría solo, sin que nadie lo
recordara.
Pero en el mundo anterior, el de las lagunas desecadas
donde el lobo del largo invierno bajaba para pelear con nuestro señor desollado
para ver si los campesinos tendrían primavera ese año, él creía que no había
futuro, que solo el momento valía la pena. Nunca le importó que sus años fueran
tantos que lo que para él eran recuerdos para otros fueran leyendas que cantaban
los músicos trashumantes, para él la vida era como dicen los que no saben que
es la vida para los perros, una serie de sensaciones e imágenes que se van
perdiendo en el pozo negro y sin fondo del olvido.
Pero ni los perros viven así, ni su propia vida era de
ese modo, por más que él se hubiera convencido de ello, pero se dio cuenta en
el exilio, cuando ya lo mismo daba que se percatara de ello o no. En las
tierras de las noches oscuras era poco menos que un extraño y poco más que un
advenedizo, apenas una curiosidad en el pueblo de gente pequeña y aguerrida.
A él lo protegía el cuervo que a cambio, bajaba a comer
sus ojos todas las noches. Ese cuervo conjuraba los peligros, al menos la
mayoría, que lo acechaban en el pueblo tan ajeno donde los olores lo
deslumbraban, los sabores le causaban miedo, los sonidos lo confundían, la
gente le parecía incomprensible y él asustaba a la gente. No estaba en su lugar
y de nada le servía maldecir dioses y creaturas; de eso se trataba el exilio,
él se lo había buscado, lo habían advertido y, simplemente, había decidido no escucharlos. Él era el único culpable.
Una vez más la madrugada llegó sin que él hubiera
dormido. No soportaba el dolor del cuervo que lo esperaba peinándose las plumas
con esa costumbre a un tiempo repugnante y fascinante de las aves. El cuervo no
se preocupaba, sabía que tarde o temprano obtendría su alimento; de hecho, lo
prefería cuando estaba seco y enrojecido por el cansancio. No tenía a quién
rezarle, a los dioses les disgusta que los insulten, a fin de cuentas tienen
sentimientos y orgullo, como nosotros. Solo le quedaban los demonios, pero a
esos él no les importaba, no les interesa quien se les acerca por su propia
voluntad.
Recordó la primera vez, la segunda, la centésima octava;
recordó todas y cada una de las veces que tuvo sexo con ella y decidió que no
estaba arrepentido. Las ranas rieron divertidas, al igual que los grillos y los
ratones de campo. ¿No estaba arrepentido? ¿Acaso tenía oportunidad de
decidirlo? Todos los seres de la tierra y del agua, los del aire y de los mundos
intermedios sabían que él jamás había tenido oportunidad de nada que no fuera
seguir el destino que las diosas le habían trazado. No es que hubieran jugado
con él, de la misma manera que el gato no juega con el ratón antes de matarlo,
sino que simplemente era su naturaleza.
El secreto, lo que las hacía inmortales, era que las
víctimas no se dieran cuenta, que creyeran que todo lo hacían por su propia
voluntad. Y por cierto, a ellas también les dolía, a veces, un poco, ver ese
sufrimiento, pero qué podían hacer, como ya se dijo, era su naturaleza.
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