lunes, 23 de enero de 2012

Caminata

Siempre que estoy cansado o deprimido siento la necesidad de acostarme en la noche y quedarme dormido con la ropa puesta, a veces incluso con las botas, como si estuviera preparado para salir de improviso para algún asunto urgente. Hoy me duermo vestido. Camisa de manga larga, jeans, botas, incluso mi chamarra de cuero gruesa; ni siquiera me quito los lentes de contacto.

Me acuesto y jalo una cobija para cubrirme con ella. Tampoco apago la luz, a pesar de que el foco encendido me da directamente sobre los ojos. Tengo mucho sueño, estoy muy preocupado. No he dejado de estarlo desde que nos vimos la última vez. No estoy cómodo, pues empieza a hacer calor y las noches ya no son frías, salvo quizá en la madrugada.

Sueño muchas cosas, desordenadas, sobrepuestas. Te veo, me veo, veo a otros, no veo a nadie, todo al mismo tiempo, todo de manera inconexa. Siento angustia, me doy vueltas en la angosta cama, tiro la cobija y la almohada, jalo la cortina, la arranco del cortinero y me enredo en ella. No puedo respirar y me despierto asustado, desorientado.

Hay mucha luz, pero veo en el reloj que son las tres y media de la madrugada. ¡Ah! Recuerdo que dejé encendido el foco. Tomo agua directamente de la botella y derramo bastante. Me mojo la chamarra y el pantalón. Me duele la cabeza.

Levanto las cobijas, pero no me tapo con ellas, me acuesto encima y miro el cielo rojo oscuro de la noche citadina. Me doy cuenta de que arranqué la cortina, pero no tengo ganas de volverla a poner.

Aunque pensé que no me podría dormir, casi de inmediato estoy soñando nuevamente. Estoy en una playa de piedritas redondas. El cielo está nublado, lleno de nubes grises con bordes amarillentos y verdosos. De tanto en tanto, se ven intensos relámpagos. Sé que mar adentro está lloviendo y pronto el temporal llegará a la playa. El mar se ve intranquilo, con grandes olas plateadas que golpean la costa.

Camino bordeando el mar, sin que me mojen las olas. Sé que tú estás acá, en algún lugar, pero lejos de mi alcance. De todas maneras no te busco, creo que es inútil  hacerlo. Pienso que si tú quieres, aparecerás, pero esa certeza no me alivia, por el contrario, me hace daño.

Ahora, en la playa hay cangrejos. Miles de cangrejos diminutos que corren enloquecidos y se amontonan unos encima de otros. Los piso y sus caparazones revientan; los sobrevivientes se abalanzan a comer los pedazos blancos y rosados que quedan, sin importarles la suerte de los muertos. Me parece que ellos lo consideran un regalo.

No quisiera pisarlos, pero no hay forma de evitarlo. Sigo caminando hasta una piedra muy grande. Subo en ella y veo que del otro lado ya no hay cangrejos ni playa de piedritas, sino un bosque verde oscuro y fresco. Bajo de la piedra y me interno entre los árboles altísimos.

De repente estoy otra vez en mi cuarto. Me siento cansado y sediento. Abro el refrigerador y tomo casi medio litro de leche de un trago. Me quito la chamarra y las botas. Algo me llama la atención. En el dibujo de la suela hay carne como de pescado rosa y blanca; también, fragmentos de caparazón. Saco los zapatos al lavadero y los enjuago; no quiero que al rato mi cuarto huela a basurero.

Creo que ahora sí estoy más cerca. Te lo dije, no tengo que buscarte; de alguna manera, en este mundo o en algún otro, mis pasos se dirigen hacia ti.

1 comentario:

josénoémercado dijo...

me gusta la inquietud que describe
y que genera a la vez en el lector
este cuento. además el lenguaje
y las acciones son muy puntuales.
felicidades. gabriel vaca diablo