jueves, 30 de junio de 2011

Soy lluvia

La lluvia golpea las paredes de la casa, las hojas de los árboles, el piso y el techo de lámina. Al principio, el ruido es molesto, pero poco a poco uno se va acostumbrando a él.


Como las absurdas cargas de infantería de la primera guerra, oleada tras oleada de gotas intentan vencer la resistencia de ladrillos, metal, madera y vidrio, con la ciega certeza de los generales de que tarde o temprano vencerán la resistencia, siempre y cuando sea posible sacrificar miles de atacantes.

Acostado en el sillón, enfundado en la bolsa de dormir que utilizo para ahorrarme cobijas y sábanas, escucho la lluvia. Cuando se oye sin cuidado, el sonido parece rítmico; si se le pone atención, uno se va dando cuenta de las diferentes cadencias, de los sonidos individuales que hacen las gotas al reventar, del susurro de los meandros que se escurren por las paredes, del sisear de los minúsculos arroyos que se hunden en la tierra.

El agua se cuela por las uniones de las láminas, por pequeños agujeros. A veces, me caen gotas en la cara, en el cuerpo. Poco a poco, las palabras que se ocultan en la lluvia van entrando en mi cuerpo, van poseyendo mi alma. Veo los inmensos palacios de cristal habitados por los seres del agua y las pequeñísimas perlas de vidrio con las que las arañas tejen sus telas, floto en los fríos torrentes que circulan entre las cavernas de diamante del fondo de la tierra, mi mente se disuelve, los recuerdos por fin se van deshaciendo, por fin me van liberando.

El agua y yo somos uno. Fluyo con ella. Lentamente, empapo la bolsa de dormir y chorreo hasta formar un charco debajo del sillón, en la esquina de la habitación. Algún día, alguien entrará en el cuarto, y sólo si es muy perspicaz, se dará cuenta de un ligero olor a humedad, lo único que quedará de mí en el mundo lejos de la lluvia.

miércoles, 22 de junio de 2011

Si yo fuera él

La Pacífico sabe más amarga que de costumbre. En la rockola digital escuchas a Los Cardenales de Nuevo León asegurarle a una amada que si el cantante fuera quien está con la chica, él la adoraría a cada instante. Piensas que esas son pendejadas, que seguramente, ella está con el otro por diferentes razones, no porque la adoren.

¡Vale madres! Las canciones, los poemas, todo vale madres. Vas al baño y con la navaja dejas constancia en la puerta del reservado de que el amor apesta.

Sabes que estás amargado, pero eso no arregla nada.

Terminas la Pacífico, dejas un billete de a 20 y una moneda de 5. Te despides del cantinero al que le simpatizaste desde el primer día que llegaste a ese pueblo.

Cruzas la avenida. Sabes que nunca te vas a disparar en la cara, pero ¿quién dice que un urbano no sea igual de efectivo?

Cruzas la calle en el peor momento. Algunas de las chamaquitas que trabajan de prostitutas te gritan que tengas cuidado. Tú vas viendo cómo se acerca la parrilla del autobús a tu cara. Alcanzas a escuchar otra estrofa cantada por Los Cardenales.


si yo fuera él (si yo fuera él)
estarías conmigo en la gloria
se tendría que hacer nueva historia
de lo que es el amor.

Tal vez algún testigo le cuente al reportero de nota roja que estabas riendo antes de que el camión te pasara por encima.

jueves, 2 de junio de 2011

Lázara

I want you
I want you so bad
I want you
I want you so bad
It's driving me mad
It's driving me mad
(de The Beatles, pero en la versión de
Anderson, Fuchs, Carpio)


Siempre me ha dado miedo dormir solo. No es que no me guste, es miedo. ¿A qué? No estoy seguro. Tal vez a no despertar, tal vez a enfrentarme a los terrores que habitan en la noche. No sé, ni pienso ir con un psicólogo para averiguarlo. Simplemente me da miedo, punto. Por eso muchas veces he enamorado desconocidas para que me acompañaran y durmieran conmigo. Literalmente. Por eso, también, muchas veces más pagué a jóvenes y maduras por unos minutos de sexo y por horas de compañía nocturna.

Ahora no lo hago más… bueno, casi nunca. Ahora prefiero la compañía de Lázara. No me importa que huela mal, que se quiera apropiar de toda la cama y que cuando come de más se tire los pedos más asquerosos que uno se pueda imaginar. La prefiero porque sé que ella me acompaña porque quiere y me cuida porque se le da la gana. A cambio, sólo tengo que rascarle su cabezota llena de pelos rubios, darle agua y comida… y destinarle el asiento trasero de la doble cabina para ella.

Lázara, por supuesto, es una perra; de hecho, es una perra grande, amarilla, sin raza definida. La encontré hace años en una gasolinería. Unos tipos más ociosos que borrachos tenían acorralada a la perrita de unos tres meses entre un refrigerador viejo de cocacola y la pared. Ella les gruñía y les enseñaba los dientes.

Mi “dejen esa perra, cabrones” no les impresionó. Voltearon a verme, me midieron y supusieron que no enfrentaba demasiado riesgo para ellos. Al fin eran tres y tenían palos y una navaja. “Mejor primero te abrimos a ti, puto”, me respondieron. Realmente lo hubieran podido hacer cagados de la risa, si en la mano derecha, oculta por la chamarra, no hubiera traído lista para usar uno de mis amuletos: una Smith&Wesson calibre .38. No gran cosa, pero suficiente para destrozar las rodillas de los dos primeros cabrones antes que supieran de que iba ese baile. Me confié un poco y no me di cuenta que el tercero, por puro pánico, se me aventó y la navaja me abrió un tajo de 10 centímetros en el antebrazo izquierdo.

Yo soy putísimo para el dolor y esa cortada me dolió de a madres, así que ya no disparé a las piernas, sino que los dos tiros restantes fueron al cuerpo del idiota con la navaja. Pobre güey, no andaba de suerte y los tiros dieron en el hígado. La sangre casi negra lo indicaba, como me había explicado una vez Edgar, a quien los soldados habían atrapado en un baile en no sé qué pueblo de Centroamérica y había pasado tres años como soldado regular peleando en montañas selváticas asquerosas, y se había vuelto experto en muertes cruentas y dolorosas.

Mientras el herido en el hígado se quejaba quedito, los otros dos me miraban asustados. Y con razón. Las situación se había salido de cualquier control y no podía dejarlos vivos, no era saludable, no tanto por temor a una policía que probablemente jamás aparecería, sino por la venganza de sus amigos de alguna mara local al reconocerme, así que les corté el cuello con mi cuchillo victorinox de caza. El filo de 15 centímetros resultó misericordioso, pues el tajo fue rápido. El otro tipo no tardaría en morir, cuando mucho, le quedaban 20 o 25 minutos, así que lo dejé para que reflexionara sobre su vida.

Me vendé el brazo y recogí a la perrita, que se dedicó a lamer la sangre que rezumaba de las vendas y a llenarme de pulgas. La herida me dolía mucho, pero no era cosa de ir al primer doctor, así que subí a la camioneta, puse a Lázara en el asiento trasero –desde el primer momento se apropió tanto del nombre como del lugar-- y manejé 248 kilómetros por el desierto hasta llegar a otro estado.

Allí busqué un veterinario del que me habían platicado. Era bueno, pero le gustaba demasiado el trago y el dinero fácil. Y tenía prioridades muy claras. Primero atendió a Lázara, la bañó, desparasitó, espulgó, le dio vitaminas y la vacunó contra mil enfermedades; sólo después que terminó, me inyectó con una jeringa monstruosa antivirales de amplio espectro, penicilinas de tercera generación y me puso una anestesia local tan potente que me hizo pensar en canciones de Jerry García. La costura de la herida no fue una obra maestra, pero ahora está más o menos oculta por un tatuaje de figuras que asemejan el infinito que se desdobla, pero que en realidad son otra cosa, en honor de una de las personas que me mantienen con vida.

Le pagué el veterinario casi mil dólares y una botella de Jack Daniel’s. Él, a cambio, me dio una bolsa grande de eukanuba para cachorros, un collar con exvotos de la santa muerte, malverde, marx y jim morrison para Lázara y nos dejó más o menos sanos. Ah, y nos permitió dormir en su recámara una semana, mientras él se iba a gastar al otro lado de la frontera el dinero ganado.
Han pasado cuatro años y no nos ha ido mal. Yo sigo teniendo miedo a la noche, pero Lázara lo sabe y me acompaña. Es un buen arreglo, mejor que cualquier otro que hubiera podido imaginar.

miércoles, 1 de junio de 2011

Añoranza

Está lloviendo. Es la primera lluvia en no sé cuánto tiempo. El agua cae con fuerza, empapa el piso arenoso, moja las paredes resecas de la casa y despierta ciertos olores que yo suponía olvidados o, al menos, lo suficientemente escondidos para hacerme a la idea de que ya no existían.

Los perros estuvieron mirando recelosos la lluvia durante largo rato; después, se gruñeron un poco entre ellos y al final, se durmieron, aunque tienen sueños intranquilos que los hacen gemir y llorar suavecito .

Yo también miro la lluvia con recelo. Ya no me gusta que llueva, porque me recuerda cuando hacíamos el amor y yo me deleitaba lamiendo tu sexo durante horas, siempre me pareció que sabías a lluvia.

Y, ahora que llueve, vuelvo a pensarlo.

Ya sé lo que me dirías: ¡Qué ridículo eres! ¡De veras que no sé de dónde puedes sacar tanta mamada! ¿Qué tiene que ver la lluvia conmigo o con lo que te imaginas? Luego te reirías mucho, y seguramente terminarías contagiándome la risa, porque a pesar de todo, te gustaba que te convirtiera en lluvia, y a mí siempre me gustó tu risa.

Bueno, creo que todavía me gusta. Es lo bueno de saber que las relaciones no son para siempre, que tienen fecha de caducidad. Así estamos bien… bueno, casi siempre, salvo estos momentos en que llueve y la boca se me llena de tu sabor.

Los perros están cada vez más nerviosos. No creo que tarden en despertarse; ellos nunca te quisieron demasiado, ni tú a ellos. Tal vez la lluvia también les haga acordarse de ti.

Sólo espero que no se les ocurra salir a rascar la tierra mojada. Capaz que en una de esas te encuentran y no creo que fuera algo demasiado agradable para ninguno.