Una vez más, los dioses que no se nombran han descargado su ira sobre hombres y animales. Sus huesos se blanquean en medio de un camino que ya nadie recorrerá, como recuerdo de la ira de los pequeños devoradores de carne, de las deidades únicas de este mundo sin esperanza.
Los dioses que no se nombran castigan a quienes los ofenden, y las ofensas pueden ocurrir de mil maneras. De pensamiento, palabra, obra y omisión. El castigo puede ser inmediato o demorarse, pero siempre llega y siempre es terrible.
Yo soy el narrador de historias. Canto de pueblo en pueblo todo lo que ocurre porque no puedo vivir en ningún lado. Fui desterrado hace muchos años y las leyes me impiden asentarme demasiado en algún lugar. No puedo echar raíces, no puedo establecerme; pero soy respetado. La gente me busca para saber qué pasa en otros lugares.
Ahora ya casi nadie viaja —es caro y peligroso hacerlo pues los dioses que no se nombran así lo han dispuesto—, pero la gente que habita esta mundo procede de razas de viajeros y sufren al tener que permanecer atados a un solo lugar. Su único consuelo son las historias, aunque sepan que la mayoría de ellas son falsas, construidas únicamente para su entretenimiento... además de que se pagan mejor que las narraciones verdaderas.
Nadie quiere escuchar de muertes y tristezas; de soledad y hambre; de castigos divinos y terrenos.
El nuestro es un mundo triste, húmedo y sofocante. Nuestro mundo es un lugar de desolación y sufrimiento. Nuestros pecados abrieron el vientre humeante de la culpa y atrajimos el castigo. Las moscas comen nuestra carne. Ellas son los dioses que no se nombran, los únicos dioses que merecemos.
Periodismo, antifascismo, antiracismo, literatura, semiótica, lenguaje, música y algunas cosas que vayan surgiendo...
miércoles, 21 de octubre de 2009
martes, 13 de octubre de 2009
Viaje a Tepoztlán
Pick ups, SUVs, autos familiares, deportivos, cargueros... la fila avanza a unos 30 kilómetros por hora --70 u 80 menos de los que acostumbran los turistas en esta carretera sinuosa que especifica 50 kilómetros de hora como velocidad máxima. La hilera tras el tráiler se impacienta, los conductores encienden la luces, defensean. “¡Pinches chilangos, qué prisa tienen!” pienso desde mi auto con placas de Morelos, una rareza entre tanta matrícula defeña y mexiquense.
Sin embargo, puede que la molestia sea explicable. La hilera se forma apenas entrando en el tramo de cuota de una carretera de 14 kilómetros hasta el entronque con la carretera Cuernavaca-México o con la desviación a Tepoztlán. Curva tras curva, de subida y de bajada, mientras se circula por un bosque de pinos, siempre con el sol en la cara no son lo mejor para un ánimo festivo o relajado.
Por fin, un carguero se pega a la derecha y nos avisa que es posible rebasar. De todas maneras, hay que hacerlo con cuidado. Hace un par de años, en esta misma carretera, estuve a punto de chocar de frente contra un tráiler por hacerle caso a indicaciones como las de ahora. Pero parece que en esta ocasión sí son legítimas y media docena de vehículos logramos pasar los estorbos. Por el retrovisor veo al conductor de la SUV que me ha venido defenseando y aventando las luces los últimos cuatro kilómetros. No alcanzó a pasar, peor para su karma chilanga.
Aparecen los anuncios de “Pueblo Mágico”, esa cursi denominación que la sentenciada Secretaría de Turismo les endilgó a algunas poblaciones de la República y que define como: “una localidad que tiene atributos simbólicos, leyendas, historia, hechos trascendentes, cotidianidad, en fin MAGIA que emana en cada una de sus manifestaciones socio - culturales, y que significan hoy día una gran oportunidad para el aprovechamiento turístico” (respetamos la redacción de la Sectur).
Tenemos que llegar al centro. El tiempo ha erosionado mi conocimiento del lugar y tenemos que pedir señas. Los ojos oscuros, recelosos; la actitud desconfiada, entre displicente y francamente hosca que se ve en las casi centenarias fotos de los zapatistas en la capital, se regala abiertamente al chilango aquí y en otros pueblos del estado. El “¿cómo llego a...?” se recibe, pero la respuesta siempre tiene un dejo acerado, amargo. Bueno, a veces, esa sensación se esfuma cuando la voz de quien pregunta tiene ese sutilísimo acento que lo diferencia del chilango, más en el ritmo que en el tono; cuando emplea los giros idiomáticos (don/doña, oiga, pues...) que caracterizan el habla del centro-sur morelense. Y las indicaciones son mucho más precisas, eso es innegable.
Lo mismo el taxista que la señora a la puerta de su casa e, incluso, el chamaco al volante de su pick up Ford ilegal, y que habla con el acento angelino que les queda a muchos migrantes, son amables ante quien intuyen paisano y dan señas precisas, concretas, para llegar al destino. Atrás de nosotros, desde otro auto, con otra actitud, unas personas exigen señas. Nos los encontraremos un par de horas después, furiosos, porque “los pinches indios de este pueblo ni siquiera son capaces de decirte como llegar a ningún lado”. Ah, qué los chilangos, tan generosos, amables y serviciales en su casa, y tan patanes, salvajes y colonialistas en la ajena.
Hace 20 años venía muy seguido a Tepoztlán. Hace 20 años los problemas eran la falta de drenaje, la escasez de agua potable, el poco desarrollo agrícola, las malas vías de comunicación, las ideas faraónicas de los gobernantes y el turismo intensivo de fin de semana... ahora, los problemas son exactamente los mismos. Nada ha cambiado. Quizá haya un poco más de casas suntuosas, por supuesto, de fuereños; seguramente hay más restaurantes, pero el morelense nativo no gana gran cosa de eso, ni de las excursiones al Tepozteco. Se queda con las migajas de un modelo económico obtuso.
¿Acaso la magia residirá en que la caca local y de los turistas permanezca contaminando mantos freáticos? ¿En que la única opción de mejora real para muchos de sus habitantes sea emigrar, en el mejor de los casos, a las zonas industriales de Cuernavaca o el DF, o en el peor, a Estados Unidos? ¿La magia está en casas impresionantes, con alberca y caballerizas, al lado de casuchas en las que niños, pollos, perros, adultos y en ocasiones algún cerdo conviven? Quién sabe.
Para llegar al restaurante recorremos la calle principal, que lleva al Tepozteco que se yergue como posando para las cámaras, con nubes hasta más abajo de la mitad de su altura. En la calle, que parece una puesta en escena de Coyoacán, se ofrecen sombreros, camisetas de Pancho Villa, Zapata o Harely Davison, juguetes, esa ropa parecida a la que usan en la provincia India de Rajastán y que nosotros hemos aprendido a denominar “hindú”, tatuajes de hena, horóscopos mayas (que, suponemos, no han de ser muy populares ahora que nos informaron que el mundo acabará en un par de años), comida sana y muchos, muchos restaurantes, desde poco más que puestos donde las micheladas (acá son cerveza con mucho chile piquín, salsa, limón y sal) son el plato fuerte, hasta restaurantes argentinos, vegetarianos y mexicanos.
Comemos en Los Colorines la tradicional comida mexicana versión Sanborn's y luego salimos a la calle. No me puedo tranquilizar. Sigo pensando en por qué las autoridades creen que la magia está en la inmovilidad y el subdesarrollo, por qué nos aferramos como sociedad a la imagen de un turismo servil, indigno, con puestas en escena, por qué somos tan, pero tan postmodernos.
A la pequeña Valentina, con sus 15 meses, no le molestan ninguna de esas cosas. Ella se impacta con una serpiente de trapo azul y nos mira con sus ojitos brillantes. La vendedora se da cuenta que tiene una venta hecha y, magnánima, nos rebaja 10 pesos. Valentina abraza su serpiente y tira el avión de madera laqueada que tenía en la mano y que le habían comprado poco antes.
Caminando por el empedrado, que según algunos lugareños lo pusieron nomás porque así los chilango sienten que están en la verdadera provincia, llegamos al mercado, en el centro de Tepoztlán. También allí las cosas están puestas para el gusto de los visitantes, con mucho copal y toda la parafernalia del pueblo mágico. Casi no se venden verduras, frutas, canastas ni objetos de plástico, como en cualquier mercado normal, pero sí, una vez más, camisetas, pulseras, palos de agua (típica artesanía mexicana originada en Australia) y dudosas piezas prehispánicas.
Junto al kiosko, unos payasitos astrosos empiezan su rutina, más allá unos jóvenes cantan sones típicos acompañados de guitarra y la pequeña Valentina corre con sus juguetes. Ella es feliz y no escucha, no entiende y no le importan, los improperios y sandeces que un grupo de adolescentes tardíos con suficiente alcohol en sus organismos como para intoxicarlos gritan para contar sus aventuras sexuales y de drogas con el que hicieron que este fin de semana valiera la pena y les hiciera olvidar el agobio del metro o la inseguridad de las calles capitalinas.
Recogemos el auto, pedimos instrucciones para salir “no a México, sino con rumbo a Yautepec” y nos las brindan con extrañeza, pero perfectas. Comentamos del viaje y quedamos, que la próxima vez, mejor iremos a Tlayacapan, donde aunque no sea oficialmente mágico, si existe la magia.
Sin embargo, puede que la molestia sea explicable. La hilera se forma apenas entrando en el tramo de cuota de una carretera de 14 kilómetros hasta el entronque con la carretera Cuernavaca-México o con la desviación a Tepoztlán. Curva tras curva, de subida y de bajada, mientras se circula por un bosque de pinos, siempre con el sol en la cara no son lo mejor para un ánimo festivo o relajado.
Por fin, un carguero se pega a la derecha y nos avisa que es posible rebasar. De todas maneras, hay que hacerlo con cuidado. Hace un par de años, en esta misma carretera, estuve a punto de chocar de frente contra un tráiler por hacerle caso a indicaciones como las de ahora. Pero parece que en esta ocasión sí son legítimas y media docena de vehículos logramos pasar los estorbos. Por el retrovisor veo al conductor de la SUV que me ha venido defenseando y aventando las luces los últimos cuatro kilómetros. No alcanzó a pasar, peor para su karma chilanga.
Aparecen los anuncios de “Pueblo Mágico”, esa cursi denominación que la sentenciada Secretaría de Turismo les endilgó a algunas poblaciones de la República y que define como: “una localidad que tiene atributos simbólicos, leyendas, historia, hechos trascendentes, cotidianidad, en fin MAGIA que emana en cada una de sus manifestaciones socio - culturales, y que significan hoy día una gran oportunidad para el aprovechamiento turístico” (respetamos la redacción de la Sectur).
Tenemos que llegar al centro. El tiempo ha erosionado mi conocimiento del lugar y tenemos que pedir señas. Los ojos oscuros, recelosos; la actitud desconfiada, entre displicente y francamente hosca que se ve en las casi centenarias fotos de los zapatistas en la capital, se regala abiertamente al chilango aquí y en otros pueblos del estado. El “¿cómo llego a...?” se recibe, pero la respuesta siempre tiene un dejo acerado, amargo. Bueno, a veces, esa sensación se esfuma cuando la voz de quien pregunta tiene ese sutilísimo acento que lo diferencia del chilango, más en el ritmo que en el tono; cuando emplea los giros idiomáticos (don/doña, oiga, pues...) que caracterizan el habla del centro-sur morelense. Y las indicaciones son mucho más precisas, eso es innegable.
Lo mismo el taxista que la señora a la puerta de su casa e, incluso, el chamaco al volante de su pick up Ford ilegal, y que habla con el acento angelino que les queda a muchos migrantes, son amables ante quien intuyen paisano y dan señas precisas, concretas, para llegar al destino. Atrás de nosotros, desde otro auto, con otra actitud, unas personas exigen señas. Nos los encontraremos un par de horas después, furiosos, porque “los pinches indios de este pueblo ni siquiera son capaces de decirte como llegar a ningún lado”. Ah, qué los chilangos, tan generosos, amables y serviciales en su casa, y tan patanes, salvajes y colonialistas en la ajena.
Hace 20 años venía muy seguido a Tepoztlán. Hace 20 años los problemas eran la falta de drenaje, la escasez de agua potable, el poco desarrollo agrícola, las malas vías de comunicación, las ideas faraónicas de los gobernantes y el turismo intensivo de fin de semana... ahora, los problemas son exactamente los mismos. Nada ha cambiado. Quizá haya un poco más de casas suntuosas, por supuesto, de fuereños; seguramente hay más restaurantes, pero el morelense nativo no gana gran cosa de eso, ni de las excursiones al Tepozteco. Se queda con las migajas de un modelo económico obtuso.
¿Acaso la magia residirá en que la caca local y de los turistas permanezca contaminando mantos freáticos? ¿En que la única opción de mejora real para muchos de sus habitantes sea emigrar, en el mejor de los casos, a las zonas industriales de Cuernavaca o el DF, o en el peor, a Estados Unidos? ¿La magia está en casas impresionantes, con alberca y caballerizas, al lado de casuchas en las que niños, pollos, perros, adultos y en ocasiones algún cerdo conviven? Quién sabe.
Para llegar al restaurante recorremos la calle principal, que lleva al Tepozteco que se yergue como posando para las cámaras, con nubes hasta más abajo de la mitad de su altura. En la calle, que parece una puesta en escena de Coyoacán, se ofrecen sombreros, camisetas de Pancho Villa, Zapata o Harely Davison, juguetes, esa ropa parecida a la que usan en la provincia India de Rajastán y que nosotros hemos aprendido a denominar “hindú”, tatuajes de hena, horóscopos mayas (que, suponemos, no han de ser muy populares ahora que nos informaron que el mundo acabará en un par de años), comida sana y muchos, muchos restaurantes, desde poco más que puestos donde las micheladas (acá son cerveza con mucho chile piquín, salsa, limón y sal) son el plato fuerte, hasta restaurantes argentinos, vegetarianos y mexicanos.
Comemos en Los Colorines la tradicional comida mexicana versión Sanborn's y luego salimos a la calle. No me puedo tranquilizar. Sigo pensando en por qué las autoridades creen que la magia está en la inmovilidad y el subdesarrollo, por qué nos aferramos como sociedad a la imagen de un turismo servil, indigno, con puestas en escena, por qué somos tan, pero tan postmodernos.
A la pequeña Valentina, con sus 15 meses, no le molestan ninguna de esas cosas. Ella se impacta con una serpiente de trapo azul y nos mira con sus ojitos brillantes. La vendedora se da cuenta que tiene una venta hecha y, magnánima, nos rebaja 10 pesos. Valentina abraza su serpiente y tira el avión de madera laqueada que tenía en la mano y que le habían comprado poco antes.
Caminando por el empedrado, que según algunos lugareños lo pusieron nomás porque así los chilango sienten que están en la verdadera provincia, llegamos al mercado, en el centro de Tepoztlán. También allí las cosas están puestas para el gusto de los visitantes, con mucho copal y toda la parafernalia del pueblo mágico. Casi no se venden verduras, frutas, canastas ni objetos de plástico, como en cualquier mercado normal, pero sí, una vez más, camisetas, pulseras, palos de agua (típica artesanía mexicana originada en Australia) y dudosas piezas prehispánicas.
Junto al kiosko, unos payasitos astrosos empiezan su rutina, más allá unos jóvenes cantan sones típicos acompañados de guitarra y la pequeña Valentina corre con sus juguetes. Ella es feliz y no escucha, no entiende y no le importan, los improperios y sandeces que un grupo de adolescentes tardíos con suficiente alcohol en sus organismos como para intoxicarlos gritan para contar sus aventuras sexuales y de drogas con el que hicieron que este fin de semana valiera la pena y les hiciera olvidar el agobio del metro o la inseguridad de las calles capitalinas.
Recogemos el auto, pedimos instrucciones para salir “no a México, sino con rumbo a Yautepec” y nos las brindan con extrañeza, pero perfectas. Comentamos del viaje y quedamos, que la próxima vez, mejor iremos a Tlayacapan, donde aunque no sea oficialmente mágico, si existe la magia.
lunes, 5 de octubre de 2009
La alfombra sucia
La alfombra está sucia. ¡Puta madre! La pinche alfombra de este hotel pretencioso y caro está sucia. ¡Carajo! Bueno, a ver si me acuerdo de no caminar descalzo.
Realmente, lo único que quiero luego de siete horas en carretera es un litro de agua mineral y dormir, nada más. Ni siquiera un sándwich de queso me haría cambiar de opinión.
Hace calor y no me dieron control remoto para la televisión. No importa, que se quede en el canal del pasito duranguense para que me arrullen los lamentos de amores incomprendidos. ¡Ah! Pero lo tengo prohibido… bueno, no importa, no creo que nadie se entere.
Me empiezo a quedar dormido…
¿Quién me está golpeando en la cabeza? ¿Dónde estoy? ¿Por qué hace tanto calor? Ah, ya recuerdo, no es mi cabeza, eso era en un sueño donde miles de muñecas diminutas me golpeaban con sus puños minúsculos y me reclamaban por qué no les hacía caso.
Están tocando la puerta. ¡Mierda! Olvidé la pinche alfombra sucia y volví a pisarla. Espero que no sea nada infectado o que me vaya a contagiar de algo. Sería no sólo irónico sino incluso ridículo que luego de mi forzada abstinencia terminara con alguna enfermedad venérea.
--Ya voy, carajo, ¡ya voy! --grito hacia la puerta que parece caerse. Las manitas de las muñecas se convirtieron en dolor de cabeza.
--¿Qué pasa, qué quieren? --pregunto junto a la puerta.
--Buenos días, caballero, ¿o serán tardes? --responde una voz odiosa –vinimos a limpiar su alfombra…
--Venimos, es venimos --les digo.
--Perdone, caballero, no lo entiendo…
--Que se dice venimos a limpiar, no vinimos, pero no importa. Pero, ¿cómo que vienen a limpiar la alfombra? ¿Me van a pasar a otra habitación?
--Bueno, no me dieron esas instrucciones, pero debe salirse un rato, una hora o dos, nada más.
--¿Y mientras, qué hago?
--Eso no lo sé, caballero, yo sólo vengo a limpiar al alfombra, y si me abre la puerta porque se me está haciendo tarde…
--Le abro, madres, primero voy a llamar a la recepción para que me cambien de cuarto.
Regreso a la cama pisando la alfombra que ahora no me parece tan sucia, descuelgo el teléfono que está en el buró.
“Good afternoon, welcome to the reception of the San Pablito Inn…”
Entre la extrañísima pronunciación mezcla de inglés de academia corriente y anunciadora de vuelos de aeropuerto y la elección de palabras propias de alguien no muy versado en el idioma, me olvido de la razón de mi llamada, pero otra vez los golpes a la puerta me despiertan del ensueño.
--¡Hey! ¡Caballero! ¿Sigue ahí? Mire, algunos de nosotros sí tenemos trabajo y no podemos estar perdiendo tiempo…
--¡Carajo! Espere a que resuelva el asunto de la habitación --le grito en un tono mucho más feroz que mi verdadero enojo-- y vuelvo al teléfono, que ha seguido dándome saludos e instrucciones en un inglés bastante curioso.
Marco el 0 y espero. Responde una persona, afortunadamente en español, a quien le explico el asunto del lavado de alfombras y la necesidad que me cambien de cuarto, o que hagan su aseo cuando yo no esté.
--Mire, caballero --me explica con esa voz ISO9000 aprendida en curso de asertividad para gerentes que ahora tienen casi todas las personas que atienden gente en empresas multinacionales--, nuestros estándares de calidad cerificados internacionalmente nos permiten dar a nuestros huéspedes los mejores niveles de estatus y calidad en nuestros servicios, razón por la cual hemos enviado a nuestro experto en sanitización a llevar a cabo un procedimiento de higiene en la alfombra de su habitación, motivo por el que…
--Ya, ya, eso lo entiendo. Lo único que le estoy pidiendo es que me dé otra habitación y que limpien la alfombra a gusto…
--Es que eso no se puede, caballero…
-¿Cómo que no se puede? ¿No tienen cuartos disponibles? Si es así, esperen a que salga en la tarde para que limpien…
--Es que eso no se puede, caballero…
--¿Por qué?
--Nuestro procedimiento estandarizado a nivel mundial nos indica que la sanitizaciòn de la alfombra debe hacerse precisamente ahora; de hecho, ya lleva un retraso de cuatro minutos, mismos que se le descontarán a nuestro técnico especializado…
--Ya, ya, no me importa su maldito procedimiento. O me dan otra habitación, o se lo meten por el culo, me da igual, pero dejen de molestarme…
--Caballero, no se moleste y no me ofenda, simplemente…
Colgar el teléfono funciona como argumento contundente. Me asomo por la mirilla de la puerta y veo al limpia-alfombras, chaparrito, calvo, de bigotito. Parece nervioso.
--¡Váyase al carajo! –le grito--, no va a limpiar esta alfombra, al menos, no mientras yo esté aquí.
Me regreso a la cama, no sin antes pisar alguna cosa asquerosa que se oculta en el tejido de la alfombra, enciendo el televisor y vuelvo a quedarme dormido.
Sueño que un ejército de chaparritas está haciendo un censo estandarizado mundialmente de la cantidad de mujeres con las que he dormido. Por alguna razón, esa pregunta me angustia y quiero escaparme de ellas, pero me persiguen por todos lados aprovechándose de su minúsculo tamaño que les permite escabullirse por cualquier rendija. Me tienen acorralado cuando tocan la puerta…
¿Tocan la puerta? ¿En el sueño? No, no es en el sueño. Despierto en el preciso momento en que dos enormes guardias privados de seguridad irrumpen en el cuarto y me inmovilizan. Otros dos recogen todas mis cosas, mientras una empleada alta y a todas luces ejecutiva me dice:
--Este es el procedimiento estandarizado de calidad número 13,684, diseñado para garantizar el sanitizado de habitaciones de acuerdo con la normatividad mundial. Como usted se ha opuesto, nos vemos obligados a desalojarlo de estas instalaciones. Esperamos que no lo tome como algo personal y se sirva llenar la encuesta de servicio que se le entregará en breve. Buenas tardes.
No recuerdo mucho del proceso de desalojo, pero terminé con las costillas maltrechas, un ojo morado y me sangra la nariz. Ahora estoy en una habitación pequeña, de cemento, con una ventanita con barrotes. La puerta está cerrada y no tiene chapa, pero al menos hay un catre limpio y el piso desnudo no tiene alfombra que limpiar.
Me acuesto y cierro los ojos. Nadie me persigue, nadie me pega. En realidad, me siento en paz…
Realmente, lo único que quiero luego de siete horas en carretera es un litro de agua mineral y dormir, nada más. Ni siquiera un sándwich de queso me haría cambiar de opinión.
Hace calor y no me dieron control remoto para la televisión. No importa, que se quede en el canal del pasito duranguense para que me arrullen los lamentos de amores incomprendidos. ¡Ah! Pero lo tengo prohibido… bueno, no importa, no creo que nadie se entere.
Me empiezo a quedar dormido…
¿Quién me está golpeando en la cabeza? ¿Dónde estoy? ¿Por qué hace tanto calor? Ah, ya recuerdo, no es mi cabeza, eso era en un sueño donde miles de muñecas diminutas me golpeaban con sus puños minúsculos y me reclamaban por qué no les hacía caso.
Están tocando la puerta. ¡Mierda! Olvidé la pinche alfombra sucia y volví a pisarla. Espero que no sea nada infectado o que me vaya a contagiar de algo. Sería no sólo irónico sino incluso ridículo que luego de mi forzada abstinencia terminara con alguna enfermedad venérea.
--Ya voy, carajo, ¡ya voy! --grito hacia la puerta que parece caerse. Las manitas de las muñecas se convirtieron en dolor de cabeza.
--¿Qué pasa, qué quieren? --pregunto junto a la puerta.
--Buenos días, caballero, ¿o serán tardes? --responde una voz odiosa –vinimos a limpiar su alfombra…
--Venimos, es venimos --les digo.
--Perdone, caballero, no lo entiendo…
--Que se dice venimos a limpiar, no vinimos, pero no importa. Pero, ¿cómo que vienen a limpiar la alfombra? ¿Me van a pasar a otra habitación?
--Bueno, no me dieron esas instrucciones, pero debe salirse un rato, una hora o dos, nada más.
--¿Y mientras, qué hago?
--Eso no lo sé, caballero, yo sólo vengo a limpiar al alfombra, y si me abre la puerta porque se me está haciendo tarde…
--Le abro, madres, primero voy a llamar a la recepción para que me cambien de cuarto.
Regreso a la cama pisando la alfombra que ahora no me parece tan sucia, descuelgo el teléfono que está en el buró.
“Good afternoon, welcome to the reception of the San Pablito Inn…”
Entre la extrañísima pronunciación mezcla de inglés de academia corriente y anunciadora de vuelos de aeropuerto y la elección de palabras propias de alguien no muy versado en el idioma, me olvido de la razón de mi llamada, pero otra vez los golpes a la puerta me despiertan del ensueño.
--¡Hey! ¡Caballero! ¿Sigue ahí? Mire, algunos de nosotros sí tenemos trabajo y no podemos estar perdiendo tiempo…
--¡Carajo! Espere a que resuelva el asunto de la habitación --le grito en un tono mucho más feroz que mi verdadero enojo-- y vuelvo al teléfono, que ha seguido dándome saludos e instrucciones en un inglés bastante curioso.
Marco el 0 y espero. Responde una persona, afortunadamente en español, a quien le explico el asunto del lavado de alfombras y la necesidad que me cambien de cuarto, o que hagan su aseo cuando yo no esté.
--Mire, caballero --me explica con esa voz ISO9000 aprendida en curso de asertividad para gerentes que ahora tienen casi todas las personas que atienden gente en empresas multinacionales--, nuestros estándares de calidad cerificados internacionalmente nos permiten dar a nuestros huéspedes los mejores niveles de estatus y calidad en nuestros servicios, razón por la cual hemos enviado a nuestro experto en sanitización a llevar a cabo un procedimiento de higiene en la alfombra de su habitación, motivo por el que…
--Ya, ya, eso lo entiendo. Lo único que le estoy pidiendo es que me dé otra habitación y que limpien la alfombra a gusto…
--Es que eso no se puede, caballero…
-¿Cómo que no se puede? ¿No tienen cuartos disponibles? Si es así, esperen a que salga en la tarde para que limpien…
--Es que eso no se puede, caballero…
--¿Por qué?
--Nuestro procedimiento estandarizado a nivel mundial nos indica que la sanitizaciòn de la alfombra debe hacerse precisamente ahora; de hecho, ya lleva un retraso de cuatro minutos, mismos que se le descontarán a nuestro técnico especializado…
--Ya, ya, no me importa su maldito procedimiento. O me dan otra habitación, o se lo meten por el culo, me da igual, pero dejen de molestarme…
--Caballero, no se moleste y no me ofenda, simplemente…
Colgar el teléfono funciona como argumento contundente. Me asomo por la mirilla de la puerta y veo al limpia-alfombras, chaparrito, calvo, de bigotito. Parece nervioso.
--¡Váyase al carajo! –le grito--, no va a limpiar esta alfombra, al menos, no mientras yo esté aquí.
Me regreso a la cama, no sin antes pisar alguna cosa asquerosa que se oculta en el tejido de la alfombra, enciendo el televisor y vuelvo a quedarme dormido.
Sueño que un ejército de chaparritas está haciendo un censo estandarizado mundialmente de la cantidad de mujeres con las que he dormido. Por alguna razón, esa pregunta me angustia y quiero escaparme de ellas, pero me persiguen por todos lados aprovechándose de su minúsculo tamaño que les permite escabullirse por cualquier rendija. Me tienen acorralado cuando tocan la puerta…
¿Tocan la puerta? ¿En el sueño? No, no es en el sueño. Despierto en el preciso momento en que dos enormes guardias privados de seguridad irrumpen en el cuarto y me inmovilizan. Otros dos recogen todas mis cosas, mientras una empleada alta y a todas luces ejecutiva me dice:
--Este es el procedimiento estandarizado de calidad número 13,684, diseñado para garantizar el sanitizado de habitaciones de acuerdo con la normatividad mundial. Como usted se ha opuesto, nos vemos obligados a desalojarlo de estas instalaciones. Esperamos que no lo tome como algo personal y se sirva llenar la encuesta de servicio que se le entregará en breve. Buenas tardes.
No recuerdo mucho del proceso de desalojo, pero terminé con las costillas maltrechas, un ojo morado y me sangra la nariz. Ahora estoy en una habitación pequeña, de cemento, con una ventanita con barrotes. La puerta está cerrada y no tiene chapa, pero al menos hay un catre limpio y el piso desnudo no tiene alfombra que limpiar.
Me acuesto y cierro los ojos. Nadie me persigue, nadie me pega. En realidad, me siento en paz…
Suscribirse a:
Entradas (Atom)