“…si semos hijos,
no entenados de la Patria…”
Soy zapatista
del estado de Morelos (Marciano Silva)
Como hace tantos años,
Tlaltizapán me sigue pareciendo el Sol, que ahora se concentra en el crucero de
Cuatro Caminos. Emiliano Zapata, ubicuo en el pueblo que fue su cuartel
general, mira desde su pedestal a los empleados de la gasolinería, a los del
Oxxo, a los del Banco Azteca, y seguramente piensa que hizo falta más
revolución para liberar a esos jornaleros del servicio al cliente. Le pregunto
a Laura, la empleada de rojo, chamarra y cara de absoluta fatiga, si van a
trabajar mañana (25 de diciembre) y me responde que mañana y todos los días,
turnos de 24 horas si faltan los compañeros, y ahora más, que la gente viene a
comprar y comprar.
Las empleadas se despiden de
Valentina, a quien han visto crecer; salimos a los invernales treinta y tantos
grados morelenses (adentro de la tienda han de estar como a 15 grado, para
descanso de los asoleados semituristas llegados de la Ciudad de México, Chicago
o Saint Louis, muchos nacidos por acá, pero aclimatados por allá) y vamos al
banco, que está repleto, sobre todo de gente que va a retirar las remesas
navideñas que les mandan “del otro lado”. Los empleados también trabajarán, desde
las 10, al día siguiente; mientras, hay que seguir trabajando duro, para que
los dueños sigan disfrutando de un nivel de riqueza que ni los millonarios
porfiristas soñaron. Los negocios familiares, salvo los de comida, avisan que
cerrarán el 25.
Como desde el teclado puedo ver
el futuro, sé que hoy y mañana estas carreteras llenas de hoyos porque el
presidente municipal (priista) es un ratero, pero la gente ya sabía y a pesar
de todo votó por él, estarán repletas de vehículos mal manejados, con placas de
Guerrero, DF, EdoMéx o Morelos: demasiada cerveza para estas carreteritas, este
calor y este sol. Además, decenas de balnearios populares añaden su cuota de
peligro al camino, pues la gente que deambula asoleada por la orilla de la
carretera –sería burla llamarlo acotamiento– de repente aparece frente al auto,
o frente al camión cañero, pues estamos en plena zafra invernal.
El tianguis, ahora es lunes 25,
en el centro de Tlaltizapán está tan vivo como siempre. No hay central de
abastos y el mercado municipal era y sigue siendo un mugrero pequeñito y
oscuro, donde se vende la mejor carne del estado y un pollo por el que los milennials pagarían bastante si en lugar de ponerlo amontonado
sobre la base de piedra del mostrador, lo etiquetaran como gluten free, organic, raised in farms y otras cosas absolutamente
normales en los pueblos, pero que en inglés, y recomendadas por alguna
celebridad del show bizz, les saben
mejor.
Voy de regreso a uno de los
Temilpas. El olor a cecina y el sonido de la orquesta de viento que se cuelan
de casas y centros comunitarios me recuerdan que estoy acá mismo, en uno de los
centros de la ya más que centenaria revolución, pero con caudillos aún vivos,
como me lo hace ver Vale cuando digo que mi General, en la estatua de Cuatro
Caminos, me parece gordito:
“Mira, mamá, lo que dice mi papá;
dile que Emiliano se va a enojar”, me acusa la bisnieta de generales
zapatistas.