I used to love her
But I had to kill
her
I had to put her,
six feet under,
and I can still hear her complain
Guns’n’Roses
Son las tres, no, casi van a dar las cuatro de la madrugada y
no puedo dormirme. Ni la cerveza, ni la televisión aburrida han servido;
tampoco el silencio absoluto. Simplemente no puedo dormir.
Decía la gente de antes: “así tendrás la conciencia”.
Siempre me reí de ese dicho y de todos los demás. Sin embargo, tal vez ahora
tengan razón. Así tendré la conciencia que por más que me esfuerzo sigo
despierto noche tras noche hasta las cinco o seis de la mañana, cuando me entra
un sopor idiota, como cuando dormitas en un autobús que está a punto de pasar
por el pueblo donde te tienes que bajar, o ese sueño que te atrapa media hora
antes de bajarte de un avión y hace que la azafata te despierte con cara de “¿y
por qué tengo yo que lidiar con estos siempre?”.
La cama es cómoda, la temperatura agradable, pero para el
caso, es como si estuviera en el piso de una choza de madera durante una nevada
en la Tarahumara. Vamos, nunca he estado en un lugar así, pero supongo que ha
de ser muy incómodo.
¿Será que extraño a Raquel? Podría ser, aunque hace tres
años que no estamos juntos y la mala conciencia me ha estado molestando desde
hace dos semanas cuando mucho.
Cuando ella se fue me quedé con la casa, pero de inmediato
regalé todos los muebles, todos los adornos, toda la ropa que dejó. Traje
albañiles y contraté un decorador de no demasiado mal gusto y el lugar quedó
como nuevo. De hecho, mejor que nuevo, pues ya no tenía ese frío húmedo que
casi siempre viene con las construcciones recién hechas.
De Raquel nunca supe nada más. Ni yo ni nadie. Durante algún
tiempo vinieron algunos de sus familiares, sobre todo rancheros norteños entre
broncos y apenados para preguntarme por ella. A todos los recibí en la nueva
sala, a todos les invité café y, a algunos, tequila o whisky; les enseñé
algunas cartas en las que Raquel me decía que estaba harta de mí y que un día
se iría a Australia o algún otro lugar lejano. Les simpaticé a muchos de esos parientes,
aunque algunos me siguieron mirando con recelo, particularmente las mujeres.
Luego llegaron los investigadores. No fueron muchos, pero sí
inolvidables. Desde la pareja de federales gordos, con vaqueros planchados como
si fueran pantalones de vestir, camisas Versace con motivos campiranos y
pesadas chamarras de cuero, hasta los abogados, como el licenciado Monteagudo,
con traje de cinco mil dólares y asistente con minifalda, pasando por dos o
tres especímenes intermedios.
Los más sencillos fueron los federales y otros policías que
hacían dinero extra en su tiempo libre. Vieron que no les iba a dar dinero y
que si me secuestraban, había dado órdenes para que de inmediato congelaran
todas mis cuentas y que en caso de que me asesinaran, se repartieran mis bienes
entre varias organizaciones y orfanatos, Con ellos, fue cosa de tomar muchas
copas, ir a algún table y asunto arreglado. Seguramente sacaron más dinero por
sus investigaciones de los parientes de Raquel que conmigo.
Con los abogados fue diferente, mucho más difícil. El
primero de ellos era un abogado de Saltillo, duro y mañoso; joven y con mucha
hambre; lo terminé contratando como encargado de los asuntos de algunos de mis
negocios y aunque me ha costado mucho, hace muy bien su trabajo. Es desalmado,
pero inteligente y sabe que conmigo hizo un buen negocio.
La experiencia con el abogado Monteagudo, con sus trajes
carísimos y la asistente de minifalda, fue como tener que pasar por terapia de
electrochoques. Realizó una investigación meticulosa para demostrar que yo
había asesinado a Raquel, entabló varias querellas contra mí y estuvo a punto
de mandarme a la cárcel un par de veces, no tanto por su habilidad jurídica
como por la cantidad de contactos que tenía.
En un momento de inusual franqueza, me dijo: “No me importa
que vaya a la cárcel, licenciado Pereda; lo único que me interesa es averiguar
dónde está la mujer que buscan mis clientes”. Eso, precisamente, era lo único
que no podía responderle.
Al final, un par de sucesos extraordinarios y aparentemente
fortuitos hicieron que el abogado me dejara en paz para siempre. Primero,
recibí un paquete de cartas de Raquel, provenientes de Indonesia. En ellas me
aseguraba que aún me odiaba y solamente me escribía para recordármelo. También
venían muchas fotos de ella acompañada de hombres altos y rubios en diferentes
lugares de Asia.
Pasé el paquete al abogado, quien lo recibió con manifiesto
desdén y escepticismo. “Esto es un truco muy viejo y muy malo —licenciado
Pereda— y no logrará nada más que empeorar su situación cuando demuestre que
todo es un engaño”, me dijo, al tiempo que se lo pasaba a la señorita de
minifalda, quien “ya sabía lo que tenía que hacer”.
El perito grafólogo dictaminó que la letra era igual a la de
las muestras con las que había comparado las cartas, o sea, las cartas que yo
guardaba y las firmas que aparecieron en algunos contratos y recibos que
encontró el abogado, pero que no podía saber si eran de ella ya que a él no le
constaba que las muestras fueran de Raquel. El grafólogo que contrató mi
flamante abogado dictaminó más o menos lo mismo, pero hizo hincapié en que lo
más seguro era que fueran de ella.
En cuanto a las fotos, ninguno de los peritos pudo
determinar si eran auténticas o sometidas a algún procesador de imágenes y a lo
más que llegaron fue a determinar dónde se habían tomado.
Decidido a desentrañar el caso, el abogado decidió viajar a
Asia. Afortunadamente, era tan pretencioso que decidió no volar en avión de
línea sino alquilar un jet para que lo llevara junto con la chica de la
minifalda. Estaba por despegar para su largo viaje de investigación, cuando de
un par de Humvees militares bajó un comando que comenzó a disparar sus R-15
contra el avión; los pilotos y algunos de los mecánicos contestaron el fuego,
intervino un destacamento de la Marina que estaba de guardia en el aeropuerto y
en el fuego cruzado cayeron el abogado y su asistente.
Investigaciones posteriores demostraron que “todo había sido
un error”, que los soldados pensaron que el jet era de un narco importante que
debían cazar y actuaron sin avisarle a nadie “para evitar filtraciones”. Los
pilotos y mecánicos estaban armados para evitar asaltos y creyeron que los
militares eran algún comando de narcos contratado por colombianos molestos
porque a veces ellos hacían “algunos favores”, mientras que los infantes de Marina
actuaron conforme a la normatividad.
Otro punto destacable del caso fue que a pesar de la
balacera, solo murieron el abogado mientras que su asistente desapareció para
siempre, mientras que entre los demás participantes únicamente hubo heridos más
o menos sin importancia. Por cierto, poco tiempo después se filtró en los
periódicos información acerca de “los negocios sucios” del famoso abogado.
Pero todo eso pasó hace casi dos años y yo puedo jurar por
lo más sagrado que no tengo nada que ver.
Lo único que ahorame preocupa es el insomnio. Ayer me
levanté y lavé con cloro las paredes del sótano, pues me parece que está
oliendo mal de nuevo. Cuando los albañiles arreglaron la casa la primera vez,
los convencí de que el olor era a causa de las ratas que quedaban atrapadas. Me
ofrecieron limpiar el lugar, pero los convencí de que mejor lo tapiara, con lo
que el olor desapareció… hasta hace unos días, cuando empecé a tener insomnio.
Creo que Raquel quiere salir y por eso no puedo dormir. En
fin, tendré que traer otra vez a los trabajadores para que solucionen el
problema, la verdad es que no me apetece tener que decirles a todos los
parientes norteños de Raquel que sus sospechas estaban bien fundadas.