martes, 20 de septiembre de 2011

Rendición



It was a terrible thing
It was a terrible thing to see you're dying
It was a terrible thing
It was a terrible thing to see you're dying inside
To see you die
Dying Inside (Cranberries)

Hasta hace poco corría por estos túneles pequeños y húmedos buscando una salida; hasta hace poco creí que podría liberarme, pero ya estoy demasiado cansado. Me duelen los músculos y los huesos, me duele el alma tanto que sólo quiero echarme en un rincón oscuro y lamerme las heridas como un perro, pero ni siquiera es posible en este laberinto tubular. Cierro los ojos.

Cierro los ojos y escucho las hordas bárbaras que golpean las murallas. Sobre mi ciudad llueven piedras, fuego y flechas que traspasan los suaves cuerpos de los defensores. Hasta hace poco nos defendimos con toda la determinación que pudimos, pero ha sido inútil. Hemos logrado detener la destrucción por mucho tiempo, pero ya estamos cansados.

Estoy cansado de vagar inútilmente, cansado de fracasar una y otra y otra vez, de hacer lo equivocado, de elegir mal; cansado de causar lástimas. Quiero una salida digna. No llegué aquí por maldad. Desde el laberinto alcanzo a escuchar las quejas de mis víctimas en ese otro mundo que se está desintegrando.

Queríamos la belleza y conseguimos el desamparo; combatimos por la libertad y nos derrotó la desesperanza. Los propios esclavos que amamos, que quisimos liberar, nos escupen ahora a los ojos, nos reclaman airados: “¡Éramos felices cuando ignorábamos! ¡Nos abriste los ojos y nos duele!”.

Aovillado en una vuelta del tubo, dormito cuando recibo la visita del ángel de la muerte, quien me sonríe con dulzura. El ángel de la muerte es insondablemente bello, pero sus ojos son agujeros que esconden el infinito de la muerte, y eso es lo que busco, porque me pesan demasiado mis errores, como a mis víctimas, a mí también me duele.

Los bárbaros entran a la ciudad por mil brechas. Queman y mancillan todo a su paso, ensucian las buenas intenciones, se burlan de los actos bondadosos, afean las obras de arte, tuercen las palabras y las convierten en insultos.

El ángel de la muerte me tomó en sus manos de acero y clavó sus uñas en mi cuerpo, me alzó sobre su cabeza y abrió las fauces para tragarme… Pero las cerró lentamente y me volvió a poner en el suelo. “Si quieres venir conmigo, que sea por tu mano, no por la mía”. Me besó en los labios y voló.

Los bárbaros se acercan. Escucho los gritos de las víctimas, el estruendo del fuego barriendo palacios y bibliotecas. Muy pronto entrarán a este último reducto, al centro de la existencia. Me preparo para recibirlos. Afeito cuidadosamente mi cuello y lo perfumo, como hacían los samuráis, porque cuando lleguen ellos, no habrá más resistencia, sino que presentaré mi garganta. Espero que el corte sea rápido.

viernes, 9 de septiembre de 2011

Otra forma de infierno


“Todas las personas, pero en particular las inteligentes y creativas, tienen el cerebro lleno de demonios que se vuelven en contra de ellas y no les permiten hacer lo que debieran…” El texto que acabo de escribir me parece exacto, pero insuficiente. Las palabras no me llegan en este cuarto de hotel decadente, en los límites del abandono, en el que el viento hace que la puerta golpee como si alguien tratara de entrar.

Tengo las ventanas abiertas para que entre el aire y la lluvia; no quiero cerrarlas, no quiero quedarme rodeado de mí mismo. Además, así aprovecho que se ventile este cuarto que a pesar de desinfectantes y aromas guarda el olor de encuentros fortuitos y deseados, de vejez extrema y demasiada juventud, de anhelos enloquecidos y profunda decepción.

Una vez más todo se reduce a sentirme usado, a imaginarme como una envoltura de papel de estraza que ha cumplido su función y simplemente se le arruga y tira sin detenerse a pensar en el acto, simplemente como un reflejo.

Las luces azules, blancas y rojas de los estrobos de las patrullas policiacas brillan en los charcos, autos estacionados y paredes empapadas. Yo tengo frío. Mis dedos están helados, tanto, que si los pongo en mi frente siento como cuando entierras la cara en la nieve y me asalta ese dolor como de cristal que el hielo produce en la cabeza. El frío se va apoderando de mí, me dificulta respirar.

Cierro los ojos y puedo mirar todo lo que he perdido. Percibo el calor del sur y la risa de mi niña abandonada, siento la tibieza de los montes verdes y húmedos de otro sur, esos montes que pensé míos, pero que jamás me pertenecieron, y veo perros, muchos perros, que trataron de hacerme compañía, pero que también dejé atrás.

Veo los dedos que me apuntan, que señalan todos mis errores, todos mis defectos, todas mis miserias. El frío, mientras, sigue avanzando hasta más allá del límite de mi vida. Estábamos equivocados, en el infierno no hay llamas.