Salgo a orinar al patio. Los perros ya se acostumbraron a mi presencia y siguen aovillados durmiendo su sueño que siempre parece fingido. La oscuridad me sobrecoge, no estoy acostumbrado a ella, lo mío es más bien el brillo enfermizo de las ciudades que te hace sentir como si estuvieras dentro de un tubo de luz de neón.
Alzo la vista. Miles, tal vez mucho más, de estrellas plateadas relucen sobre el negrísimo cielo. Distingo algunas constelaciones, pero como siempre, me clavo en el cinturón de Orión, o como ella le dice, “el soplador”.
La Luna de sonrisa me ve, cómplice de mis secretos.
Termino de orinar y regreso al lugar en el que duermo. Un viejo sillón, bastante maltrecho, es mi cama, prácticamente al aire libre. Sólo estoy separado del patio por una barda de carrizo de apenas metro y medio de altura, tal vez un poco menos, aunque sí estoy bajo un techo inclinado de láminas.
Me tapo con todos las cobijas que puedo, subo la capucha de la sudadera usada que compré hace poco para que me proteja de los mosquitos y trato de dormir. El silencio es casi absoluto, pero desde esta posición la oscuridad es menor. Alumbra mi rostro el farol de la calle, con una inmisericorde luz blanca, y se alcanza a ver la luz que se cuela por entre la enredadera que cubre el porche de la casa principal.
En cierta manera esta luz me consuela.
Los perros se inquietan, ladran y corren repentinamente. Puede ser cualquier cosa, desde un gato o un caballo, hasta un coyote que haya bajado de los cerros. Lo más probable es que sean otros perros, porque pronto regresan a sus lugares y vuelven a dormir.
Un burro rebuzna largamente a lo lejos. Parece como si se quejara por el trabajo que tiene que realizar o el maltrato que recibe, pero seguramente simplemente estará rebuznando porque es lo que sabe hacer.
El viento sopla y aviva los rescoldos en la estufa de leña que se encuentra en el otro extremo de la habitación y lleva el humo directamente a mi rostro. No me molesta, en todo caso me parece extraño, como casi todo lo que me rodea.
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