Periodismo, antifascismo, antiracismo, literatura, semiótica, lenguaje, música y algunas cosas que vayan surgiendo...
sábado, 28 de noviembre de 2009
jueves, 26 de noviembre de 2009
Muerte
...y por fin entraron en la ciudad antigua, en la ciudad amorosamente construida y cuidada. arrasaron con las esculturas centenarias, se orinaron en los vasos sagrados, pisotearon los retratos queridos, vomitaron los recuerdos. no conformes, rasgaron la piel, laceraron las carnes y bebieron la sangre de la ciudad derrotada, hicieron escarnio de su antigua belleza, la despojaron de toda dignidad...
jueves, 19 de noviembre de 2009
Soy lluvia
Mientras pienso en lo acertado
de la imagen de la decadencia
de la vejez como "las
invasiones bárbaras" rescato este
cuento y pienso en mi querida mamá.
de la imagen de la decadencia
de la vejez como "las
invasiones bárbaras" rescato este
cuento y pienso en mi querida mamá.
La lluvia golpea las paredes de la casa. Como las absurdas cargas de infanterìa de la primera guerra, oleada tras oleada de gotas intentan vencer la resistencia de ladrillos, madera y vidrio. Tienen la ciega certeza de los generales de que tarde o temprano vencerán la resistencia, siempre y cuando sea posible sacrificar miles de atacantes.
Acostado en mi cama, enfundado en la bolsa de dormir que utilizo para ahorrarme cobijas y sàbanas, escucho la luvia. Cuando se oye sin cuidado, el sonido parece rìtmico; si se le pone atenciòn, uno se va dando cuenta de las diferentes cadencias, de los sonidos individuales que hacen las gotas al reventar, del susurro de los meandros que se escurren por las paredes, del sisear de los minúsculos arroyos que se hunden en la tierra.
Poco a poco, las palabras de la lluvia van entrando en mi cuerpo, van poseyendo mi alma. Veo los inmensos palacios de cristal habitados por los seres del agua y las pequeñìsimas perlas de cristal con las que las arañas tejen sus telas, floto en los fríos torrentes que circulan entre las cavernas de diamante del fondo de la tierra.
El agua y yo somos uno. Fluyo con ella. Lentamente, empapo la bolsa de dormir y chorreo hasta formar un charco debajo de la cama, en la esquina de la habitación. Algùn dìa, alguien entrará en el cuarto y sólo si es muy perspicaz se darà cuenta de un ligero olor a humedad, lo que quedará de mí en el mundo lejos de la lluvia.
miércoles, 4 de noviembre de 2009
domingo, 1 de noviembre de 2009
Otro regreso a casa
Hoy amanecí melancólico. Las montañas arboladas que se ven desde la ventana abierta de la habitación me parecen tristes; las bruma, evocadora. Siento ese dolor lento que te invita a hurgar en él como cuando se te cae la tapadura de una muela y con la lengua tratas de averiguar si es posible que te duela más. Generalmente, el centelleo de dolor insoportable te informa, tarde, claro, que sí era posible.
Incluso, el aroma del café recién hecho me hace pensar en realidades que jamás han existido, en mujeres con las que jamás compartí nada en la realidad, que sólo se desarrollaron y crearon en los laberintos húmedos y oscuros de mi cerebro.
Me dejo llevar por la melancolía. Los pájaros no cantan, sino sollozan conmigo; las hormigas no trabajan ni caminan por el marco de la ventana, sino cargan conmigo sus penas. ¡Ah! ¡Qué la vida!
¡Pero la melancolía es como un cachorro con rabia! De lejos puede verse linda, incluso tierna, pero si tratas de acariciarla, si pretendes confortarla, seguramente te morderá el vientre y se abrirá camino por tus entrañas para tratar de saciar el dolor en que se ha convertido su cerebro.
Ni montañas arboladas ni bruma. Calor y cerros pelones es lo que hay afuera de mi casa. Sed y perros malhumorados que están a punto de olvidar la historia romántica de su amistad imperecedera con el hombre y se ven dispuestos a saltar todos dientes y furia contra el primero que les quite un pedacito de sombra. Vida real, cruel y sádica, pero al menos libre de esa melancolía traidora y olorosa a ese dulzor de las cosas cuando empiezan a podrirse.
Tomo café mientras me visto. Hace demasiado calor como para tomar un baño que sólo me hará sudar más. Busco las botas debajo de la cama, sin preocuparme demasiado por los alacranes que seguramente hacen sus cosas allá abajo. Jeans no demasiado sucios, camisa limpia, calzones y calcetas también limpios, sombrero y un paliacate. Las llaves de la camioneta y listo.
Los perros me ven con desgana. Tal vez temen que los invite a venir conmigo, pero ahora no lo haré, los dejaré descansando en la dudosa sombra que encuentran en la casa abierta. Tienen agua y comida suficiente para muchos días y si algo pasa (¡qué manera tan bonita para decir: si no regreso porque me partí la madre en una pinche carretera sola en el culo del mundo!) hay gente que se hará cargo de ellos.
Los extraño, claro, y a veces me espanto al darme cuenta que me preocupan más que la gente, pero no quiero llevarlos a este viaje conmigo. Me voy de frente al sol a encontrarme con algo –un mundo destrozado, la humanidad aniquilada, mi sangre alimentando los nopales-- o alguien --la mujer cuyo rostro sólo yo conozco, porque yo mismo se lo he dado-- que me arranque la melancolía que me oprime, de ese cachorro triste que espera hecho un ovillo de pelo, tierra y babas a que me descuide.
El interior de la dakota está insufrible, así que prendo el aire acondicionado a toda potencia, con las ventanillas abiertas, claro. Vale madres la economía de combustible, que los seis cilindros en “V” sirvan de algo, qué carajos. Tomo la carretera. Por el retrovisor veo que los perros me alzan sus cabezas para verme hasta que desaparecen cuanto tomo una curva.
Los cerros áridos y resecos bordean la carretera. En lo alto se ven algunos zopilotes recortados ante un cielo tan azul que parece pintado por algún artista obsesionado con los temas folklóricos. Café, azul y la banda negra de la carretera, es todo lo que veo. Conduzco dos, tres horas hacia la nada. No hay gente, sólo el terreno casi desértico requemado por el sol. Sigo hacia adelante, al menos 40 kilómetros por hora más rápido de lo aconsejable. Cierro los ojos y miro el vacío.
Piso el freno a fondo. La camioneta toma vida propia, quiere seguir adelante, pero no puede hacerlo con las ruedas trabadas. Su sistema antibloqueo no facilita las cosas. Quedo inclinado de costado sobre unos mezquites. Un corte en la frente me llena de sangre la cara.
Bajo de la camioneta. Adelante de mí veo que la carretera está rota. Se abre un abismo. Literalmente. No puedo creer lo que estoy viendo, me acerco al borde de la ruptura y un aire aún más caliente que el que estaba respirando me golpea en la cara.
No veo más.
Saco la camioneta del mezquital y regreso. Ya es de noche, manejo despacio, con las luces altas. Los perros corren tras la dakota --algo que aprendieron a no hacer desde cachorros--, pero que ahora parecen haber olvidado o que simplemente no les importa. Llego, bajo y ellos se arremolinan para saludarme. Me llenan de babas, se gruñen y lanzan mordidas nerviosas. Juntos entramos. Ellos se lanzan a beber agua, yo tomo una cerveza del refrigerador y, por primera vez, sonrío. La nostalgia ya no está y eso ya es ganancia.
Incluso, el aroma del café recién hecho me hace pensar en realidades que jamás han existido, en mujeres con las que jamás compartí nada en la realidad, que sólo se desarrollaron y crearon en los laberintos húmedos y oscuros de mi cerebro.
Me dejo llevar por la melancolía. Los pájaros no cantan, sino sollozan conmigo; las hormigas no trabajan ni caminan por el marco de la ventana, sino cargan conmigo sus penas. ¡Ah! ¡Qué la vida!
¡Pero la melancolía es como un cachorro con rabia! De lejos puede verse linda, incluso tierna, pero si tratas de acariciarla, si pretendes confortarla, seguramente te morderá el vientre y se abrirá camino por tus entrañas para tratar de saciar el dolor en que se ha convertido su cerebro.
Ni montañas arboladas ni bruma. Calor y cerros pelones es lo que hay afuera de mi casa. Sed y perros malhumorados que están a punto de olvidar la historia romántica de su amistad imperecedera con el hombre y se ven dispuestos a saltar todos dientes y furia contra el primero que les quite un pedacito de sombra. Vida real, cruel y sádica, pero al menos libre de esa melancolía traidora y olorosa a ese dulzor de las cosas cuando empiezan a podrirse.
Tomo café mientras me visto. Hace demasiado calor como para tomar un baño que sólo me hará sudar más. Busco las botas debajo de la cama, sin preocuparme demasiado por los alacranes que seguramente hacen sus cosas allá abajo. Jeans no demasiado sucios, camisa limpia, calzones y calcetas también limpios, sombrero y un paliacate. Las llaves de la camioneta y listo.
Los perros me ven con desgana. Tal vez temen que los invite a venir conmigo, pero ahora no lo haré, los dejaré descansando en la dudosa sombra que encuentran en la casa abierta. Tienen agua y comida suficiente para muchos días y si algo pasa (¡qué manera tan bonita para decir: si no regreso porque me partí la madre en una pinche carretera sola en el culo del mundo!) hay gente que se hará cargo de ellos.
Los extraño, claro, y a veces me espanto al darme cuenta que me preocupan más que la gente, pero no quiero llevarlos a este viaje conmigo. Me voy de frente al sol a encontrarme con algo –un mundo destrozado, la humanidad aniquilada, mi sangre alimentando los nopales-- o alguien --la mujer cuyo rostro sólo yo conozco, porque yo mismo se lo he dado-- que me arranque la melancolía que me oprime, de ese cachorro triste que espera hecho un ovillo de pelo, tierra y babas a que me descuide.
El interior de la dakota está insufrible, así que prendo el aire acondicionado a toda potencia, con las ventanillas abiertas, claro. Vale madres la economía de combustible, que los seis cilindros en “V” sirvan de algo, qué carajos. Tomo la carretera. Por el retrovisor veo que los perros me alzan sus cabezas para verme hasta que desaparecen cuanto tomo una curva.
Los cerros áridos y resecos bordean la carretera. En lo alto se ven algunos zopilotes recortados ante un cielo tan azul que parece pintado por algún artista obsesionado con los temas folklóricos. Café, azul y la banda negra de la carretera, es todo lo que veo. Conduzco dos, tres horas hacia la nada. No hay gente, sólo el terreno casi desértico requemado por el sol. Sigo hacia adelante, al menos 40 kilómetros por hora más rápido de lo aconsejable. Cierro los ojos y miro el vacío.
Piso el freno a fondo. La camioneta toma vida propia, quiere seguir adelante, pero no puede hacerlo con las ruedas trabadas. Su sistema antibloqueo no facilita las cosas. Quedo inclinado de costado sobre unos mezquites. Un corte en la frente me llena de sangre la cara.
Bajo de la camioneta. Adelante de mí veo que la carretera está rota. Se abre un abismo. Literalmente. No puedo creer lo que estoy viendo, me acerco al borde de la ruptura y un aire aún más caliente que el que estaba respirando me golpea en la cara.
No veo más.
Saco la camioneta del mezquital y regreso. Ya es de noche, manejo despacio, con las luces altas. Los perros corren tras la dakota --algo que aprendieron a no hacer desde cachorros--, pero que ahora parecen haber olvidado o que simplemente no les importa. Llego, bajo y ellos se arremolinan para saludarme. Me llenan de babas, se gruñen y lanzan mordidas nerviosas. Juntos entramos. Ellos se lanzan a beber agua, yo tomo una cerveza del refrigerador y, por primera vez, sonrío. La nostalgia ya no está y eso ya es ganancia.
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