jueves, 20 de agosto de 2009

In memoriam


Esta ponencia se leyó en la Universidad Anáhuac Norte hace ya varios meses. La publico ahora porque creo que es el momento.

Preparo, redacto y leo esta breve ponencia en homenaje a Ocatvio Paz y a José Vasconcelos precisamente en medio de una crisis personal estremecedora.

Sé que algunos pensarán que abuso de la audiencia por decirlo, pero mi hermano Guillermo, un hombre joven y bueno, agoniza víctima del cáncer mientras que mis padres ancianos y enfermos, malgastan sus energías menguantes tratando de comprender el sinsentido de que un hijo pierda la vida.

Ante esta tragedia, les aseguro, paciente auditorio, que estuve a punto de cancelar mi participación en este coloquio. Sin embargo, decidé no hacerlo porque, de maneras directas e indirectas, yo debo lo que soy, mi comprensión del mundo y mi sensibilidad a intelectuales como Vasconcelos y Paz.

Mis papás nos criaron en un mundo de letras, de pensamientos, de ideas. Desde muy pequeños aprendimos de las largas discusiones que sostenían mi papá --vasconcelista aferrado--, mi mamá --escéptica fervorosa-- y mi abuelo --antivasconcelista recalcitrante-- que se puede estar en desacuerdo sin que esto implique una pelea. Muchos años más tarde pude ser testigo de una historia similar cuando escuchaba al académico Tarcisio Herrera discutir sobre la supuesta mala fe de Octavio Paz en torno a Sor Juana y que la amistad de mi padre con él se mantuviera.

Estoy seguro que mucho más allá de sus ideas, brillantes en muchos casos, turbadoras en otros y dicutibles en algunos, el valor de Paz y Vasconcelos para la cultura mexicana es su pasiòn, su creencia en el poder de los libros, de las ideas, de la educación.

Cuando a Vasconcelos se le censuraba que se pusieran libros al alcance de las personas “porque se los iban a robar”, el filósofo aseguraba que era dinero bien invertido y que no se trataba de un robo, sino de una oportunidad para llevar conocimiento al pueblo.

Paz, a pesar del canto de las sirenas de los medios masivos, se mantuvo fiel a su esencia en la publicaciòn de libros, revistas y todo tipo de material escrito. Ambos combatieron, con gran éxito, la creencia generalizada de que la inteligencia es peligrosa o, al menos, rara, que el mundo es mejor cuando no piensa.

Alguna vez, otro escritor, Isaac Asimov reflexionó sobre la manera en que novelistas y cuentistas de ciencia-ficción abordan la inteligencia. El escritor lamentaba que personas evidentemente inteligentes opinaran en sus obras que esta cualidad es peligrosa o, al menos, sospechosa.

Veámoslo, si no, en los estereotipos. Los genios son distraídos, sucios, dispersos. Hacen descubrimientos por casualidad y, generalmente, son inútiles; además, contradiciendo a la genética, nunca pueden encontrar pareja, son amargados y escuchan música clásica (o, más recientemente, rock alternativo). Aunque a veces el escenario es todavía peor: los inteligentes son malévolos, destructores, inhumanos incluso.

La sociedad mexicana se regodea con estos prejuicios, califica a los intelectuales de todo lo que se les ocurra: raros, antimexicanos, peligros para la juventud, dolores de cabeza. Ya en su tiempo, José Vasconcelos combatió estos estereotipos al declarar: "La cultura engendra progreso y sin ella no cabe exigir de los pueblos ninguna conducta moral."

En la vida real (o cotidiana, mejor dicho), tampoco vemos muy bien que digamos a la gente inteligente. Nerds, freaks, matados, ñoños... los epítetos son infinitos, ridículos y, muchas veces, insultantes. Y por si fuera poco, ni siquiera los maestros, padres de familia o estudiantes universitarios graduados nos libramos de hacerlo. Por el contrario, muchos de nosotros nos hacemos cómplices de la mediocridad y la estulticia al humillar a los inteligentes, a los estudiosos, a los inquisitivos.

Cultivamos mitos peligrosos y perversos como aquél de que lo que importa es aprender, no las calificaciones, y así mantenemos generaciones enteras de estudiantes de 7.5. Salvo casos excepcionales, como Bill Gates o Albert Einstein, la inmensa mayoría de las personas que tienen antecedentes universitarios y tienen algún éxito fueron estudiantes de, al menos, 8 de calificación y todos realmente se dedicaron a lo que les interesaba, fueron creativos y estudiaron. Mucho, además.

Por otro lado, pocos han pensado que la inteligencia es realmente sexy. Nada mejor que tener como pareja a alguien con quien se pueda platicar, discutir, intercambiar puntos de vista; una pareja con las que las peleas sean verdaderos intercambios, no simples discusiones absurdas y estériles. Y lo mismo puede decirse de la amistad. Si no puedes platicar con tus amigos, enriquecerte con ellos, ¿para qué los quieres?

Yo sostengo, y estoy seguro que Octavio Paz, para quien Las masas humanas más peligrosas son aquellas en cuyas venas ha sido inyectado el veneno del miedo…. del miedo al cambio”, que mucho de este miedo a la inteligencia proviene y lo fortalecen, precisamente, quienes no quieren que cambien las cosas porque sacan provecho de ellas como están.

Como les compartía antes, este es un momento de crisis personal y en un supremo acto de egolatría quisiera que fuese un momento de crisis para todos, un momento donde nos diéramos cuenta que en México hemos tenido la gente, los pensadores y los modelos, que los mexicanos podemos, debemos, ver lo grande que ha dado nuestro pueblo, y empezar a valorar nuevamente la inteligencia, la cultura, el libro.


viernes, 7 de agosto de 2009

Lázara

I want you
I want you so bad
I want you
I want you so bad
It's driving me mad
It's driving me mad
(de The Beatles, pero en la versión de
Anderson, Fuchs, Carpio)


Siempre me ha dado miedo dormir solo. No es que no me guste, es miedo. ¿A qué? No estoy seguro. Tal vez a no despertar, tal vez a enfrentarme a los terrores que habitan en la noche. No sé, ni pienso ir con un psicólogo para averiguarlo. Simplemente me da miedo, punto.
Por eso muchas veces he enamorado desconocidas para que me acompañaran y durmieran conmigo. Literalmente. Por eso, también, muchas veces más pagué a jóvenes y maduras por unos minutos de sexo y por horas de compañía nocturna.
Ahora no lo hago más… bueno, casi nunca. Ahora prefiero la compañía de Lázara. No me importa que huela mal, que se quiera apropiar de toda la cama y que cuando come de más se tire los pedos más asquerosos que uno se pueda imaginar.
La prefiero porque sé que ella me acompaña porque quiere y me cuida porque se le da la gana. A cambio, sólo tengo que rascarle su cabezota llena de pelos rubios, darle agua y comida… y destinarle el asiento trasero de la doble cabina para ella.
Lázara, por supuesto, es una perra; de hecho, es una perra grande, amarilla, sin raza definida. La encontré hace años en una gasolinería. Unos tipos más ociosos que borrachos tenían acorralada a la perrita de unos tres meses entre un refrigerador viejo de cocacola y la pared. Ella les gruñía y les enseñaba los dientes.
Mi “dejen esa perra, cabrones” no les impresionó. Voltearon a verme, me midieron y supusieron que no enfrentaba demasiado riesgo para ellos. Al fin eran tres y tenían palos y una navaja.
“Mejor primero te abrimos a ti, puto”, me respondieron. Realmente lo hubieran podido hacer cagados de la risa, si en la mano derecha, oculta por la chamarra, no hubiera traído lista para usar uno de mis amuletos: una Smith&Wesson calibre .38. No gran cosa, pero suficiente para destrozar las rodillas de los dos primeros cabrones antes que supieran de que iba ese baile. Me confié un poco y no me di cuenta que el tercero, por puro pánico, se me aventó y la navaja me abrió un tajo de 10 centímetros en el antebrazo izquierdo.
Yo soy putísimo para el dolor y esa cortada me dolió de a madres, así que ya no disparé a las piernas, sino que los dos tiros restantes fueron al cuerpo del idiota con la navaja. Pobre güey, no andaba de suerte y los tiros dieron en el hígado. La sangre casi negra lo indicaba, como me había explicado una vez Edgar, a quien los soldados habían atrapado en un baile en no sé qué pueblo de Centroamérica y había pasado tres años como soldado regular peleando en montañas selváticas asquerosas, y se había vuelto experto en muertes cruentas y dolorosas.
Mientras el herido en el hígado se quejaba quedito, los otros dos me miraban asustados. Y con razón. Las situación se había salido de cualquier control y no podía dejarlos vivos, no era saludable, no tanto por temor a una policía que probablemente jamás aparecería, sino por la venganza de sus amigos de alguna mara local al reconocerme, así que les corté el cuello con mi cuchillo victorinox de caza. El filo de 15 centímetros resultó misericordioso, pues el tajo fue rápido. El otro tipo no tardaría en morir, cuando mucho, le quedaban 20 o 25 minutos, así que lo dejé para que reflexionara sobre su vida.
Me vendé el brazo y recogí a la perrita, que se dedicó a lamer la sangre que rezumaba de las vendas y a llenarme de pulgas. La herida me dolía mucho, pero no era cosa de ir al primer doctor, así que subí a la camioneta, puse a Lázara en el asiento trasero –desde el primer momento se apropió tanto del nombre como del lugar-- y manejé 248 kilómetros por el desierto hasta llegar a otro estado.
Allí busqué un veterinario del que me habían platicado. Era bueno, pero le gustaba demasiado el trago y el dinero fácil. Y tenía prioridades muy claras. Primero atendió a Lázara, la bañó, desparasitó, espulgó, le dio vitaminas y la vacunó contra mil enfermedades; sólo después que terminó, me inyectó con una jeringa monstruosa antivirales de amplio espectro, penicilinas de tercera generación y me puso una anestesia local tan potente que me hizo pensar en canciones de Jerry García.
La costura de la herida no fue una obra maestra, pero ahora está más o menos oculta por un tigre de bengala en honor de una de las personas que me mantienen con vida.
Le pagué el veterinario casi mil dólares y una botella de Jack Daniel’s. Él, a cambio, me dio una bolsa grande de eukanuba para cachorros, un collar con exvotos de la santa muerte, malverde, marx y jim morrison para Lázara y nos dejó más o menos sanos. Ah, y nos permitió dormir en su recámara una semana, mientras él se iba a gastar al otro lado de la frontera el dinero ganado.
Han pasado cuatro años y no nos ha ido mal. Yo sigo teniendo miedo a la noche, pero Lázara lo sabe y me acompaña. Es un buen arreglo, mejor que cualquier otro que hubiera podido imaginar.