La otra noche estuvo lloviendo. El viento soplaba
tercamente desde el mar, mientras que los rayos iluminaban ocasionalmente. Como
a medianoche terminó la lluvia y, a pesar del mar inquieto, a mí se me ocurrió
salir a pasear por la playa.
Muchas veces tengo esos impulsos que me llevan a
hacer cosas imprudentes, incluso peligrosas, pero sobre todo, absurdas, como si
tuviera que demostrar algo o pagar alguna apuesta adolescente.
Las perras dormían en los sillones y daban vueltas
siguiendo sus sueños repletos de olores y rascadas de panza y a pesar de que
las llamé, prefirieron ignorarme. Solo la más vieja gruñó un poco, como
reclamándome que tuviera la imprudencia de querer sacarla de la tibieza del
sueño al frío y la humedad, pero pronto se volvió a dormir.
Me puse el impermeable y un sombrero y salí a la
brisa. Ahora que no caían rayos no se veía gran cosa y tampoco era fácil
caminar por la arena mojada y revuelta, pero logré alejarme lo suficiente como
para que la casa se fuera convirtiendo en un resplandor lejano, tal vez como se
ve el Sol desde las lunas de Neptuno.
Entonces, escuché un murmullo. Parecía una mezcla
entre el maullido bajito de un gato sin esperanza y el llanto de un niño
enfermo. Busqué con la lámpara el origen de ese sonido tan lleno de tristeza,
aunque con un dejo de promesa de tiempos mejores. Lo encontré a pocos metros;
recargada en uno de esos maderos viejos que a veces traen las olas. Era, claro,
una sirena, con su larga cola de pez extendiéndose hasta el mar y el pelo
enmarañado cubriéndole el cuerpo humano.
Cualquiera sabe que las sirenas son
extraordinariamente peligrosas y perversas, que hay que mantenerse alejado de
ellas y que si te vas a acercar, que sea para matarlas, sin remordimientos,
porque su única función es alimentarse del alma de los viajeros extraviados.
Cualquiera la sabe, pero hay una enorme distancia entre saber y hacer los
ensato, así que, lentamente, me fui acercando a la sirena.
Me saludó con ese tono persuasivo que desde hace
miles de años ha condenado a personas mucho más rudas que yo. Con la mente, más
que con los oídos, escuché sus historias y sus promesas. Vi una vida perfecta,
me vi perfecto y dispuesto a entregarme a ella, hasta que el aullido lejano y
ansioso de mis perras me distrajo.
Entonces pude ver el rostro deforme, formado por
tiras colgantes de piel podrida y algas verdosas, repleto de pequeños cangrejos
que se alimentaban de los despojos. Olí su aliento muerto y miré el fondo de
sus ojos sin vida.
Di un paso hacia atrás. Desde que vivo junto al mar
llevo siempre conmigo un cuchillo para abrir los pescados que comemos, así que
lo tomé y se lo enterré en el cuello, sin reflexionar en nada.
La sonrisa llena de dientes como agujas de la sirena
ocupó todo el mundo mientras que un chillido lleno de odio y agonía hizo
sangrar mis oídos. La bestia se escurrió hacia el mar, pero antes de perderse
entre las olas, clavó su mirada en mí. Aún tenía el cuchillo en el cuello, pero
qué difícil es matar a quien no tiene vida.
Regresé a la casa. Allí me recibieron las perras, con
una mezcla de cariño y reproche por mi imprudencia.
Han pasado ya varios días desde mi encuentro con la
sirena y no me siento bien. No puedo
dormir en las noches por la fiebre y los días los paso en una duermevela
neblinosa y confusa. Casi no como y lo único que hago es acurrucarme en un
rincón envuelto en una cobija. Las perras no se me acercan, me miran de lejos y
emiten leves quejidos.
Yo revivo las promesas de la sirena mientras que con la
mano derecha hurgo la herida putrefacta en el pecho que me dejó la mordedura
que me alcanzó justamente cuando le clavé el cuchillo.