lunes, 11 de noviembre de 2013

Lista de reproducción


She said she was leavin’/and that was all she had to said
--Leavin’ Texas Hippie Coalition


Otra vez demasiado rápido por la carretera, otra vez, la música demasiado fuerte. Metallica, Pesado, Rolling Stones, Interpol, La Cuca, Horóscopos de Durango, Boccherini, Seether —mucho Seether—, Hippie Texas Coalition, Guns and Roses, aunque en realidad, casi lo que sea, mientras sea fuerte, mientras grite, rompa madres, le miente la madre al mundo y se burle de la vida perfecta. Rápido, cada vez más rápido. La carretera es eterna, el sol quema, calienta el metal del Stratus —viejo, pero con buen motor, remedo aceptable de los muscle cars—, que me permite ir dejando
Lo único que quiero es escaparme, que los perros no puedan morderme los tobillos, que se acallen las voces que susurran verdades dentro de mi cabeza, que me muerden las orejas. No quiero ver esos rostros sonrientes con los dientes blancos y brillantes desde que descubrieron que la mierda y la sangre se lavan. No quiero verlos, ya no más.
Sigo corriendo hacia específicamente ningún lado, sigo reventándome los oídos con ojaláquetemuerasfuckit, con iseeareddoorandiwantitpaintedblack, con todo lo que salga del reproductor con listas preparadas sin saber para cuando llega el momento de huir. Me duelen los huesos, me duele el alma, me duelen las nalgas, me duele el pensamiento. No puedo respirar, el viento se agolpa en mi nariz y no alcanza a pasar a los pulmones, pero no importa, porque sigo corriendo aunque los perros no queden atrás, aunque las voces me sigan susurrando por los huecos que quedan entre my love’s laboratory y a chillar a otra parte y se ríen de mí, me dicen que soy un imbécil, que nunca aprendo, que siempre siempre siempre siempre voy a hacer las cosas mal, a equivocarme.
Lo único que queda es seguir corriendo hasta que acabe el camino. Pues ya qué.


miércoles, 17 de julio de 2013

Hambre



Crawling in my skin/These wounds, they will not heal
--Crawling, Linkin Park


Lanzo la botella de cerveza hacia el espejo. Se mueve lentamente y el líquido dorado deja una estela de espuma olorosa. Golpea contra el espejo y miles de estrellitas plateadas y verdes —vidrio chino y cristal holandés— llenan la habitación. Respiro estrellas, se hunden en mi piel, aterrizan en mis ojos, se abren paso hasta las venas.

No me importa, no siento dolor. ¡Ah! Pero el aroma de la sangre me atrapa, aunque provenga de mí. Desde hace días solo pienso en sangre, en sangre en mi lengua, en paladear su sabor a óxido. Pero mi sangre no es suficiente, ¡claro que no!

Todo se mueve muy despacio. Veo cómo las moscas vuelan alrededor del foco y, si quisiera, podría atraparlas una a una antes de que aletearan dos veces, pero ¿quién quiere atrapar moscas? No quiero moscas, ni ratas, ni conejos, quiero carne y sangre de personas, quiero cazarlas y ver cómo la vida se va de sus ojos mientras trago su carne cruda.

Lo imagino y me duelen las mandíbulas por el ansia, siento como si mis colmillos crecieran y se me crispara el pelo del cuello. Cada vez tengo más hambre, ¡hambre!

Hace unas horas, o unos días, no puedo fijar bien las fechas, el alcohol me adormecía, pero ya no lo tolero, no me queda más que morir de hambre o salir por la ventana a buscar una presa.

Salir por la ventana. La ventana está abierta. Salir por la ventana…


martes, 19 de marzo de 2013

Sirena




La otra noche estuvo lloviendo. El viento soplaba tercamente desde el mar, mientras que los rayos iluminaban ocasionalmente. Como a medianoche terminó la lluvia y, a pesar del mar inquieto, a mí se me ocurrió salir a pasear por la playa.

Muchas veces tengo esos impulsos que me llevan a hacer cosas imprudentes, incluso peligrosas, pero sobre todo, absurdas, como si tuviera que demostrar algo o pagar alguna apuesta adolescente.

Las perras dormían en los sillones y daban vueltas siguiendo sus sueños repletos de olores y rascadas de panza y a pesar de que las llamé, prefirieron ignorarme. Solo la más vieja gruñó un poco, como reclamándome que tuviera la imprudencia de querer sacarla de la tibieza del sueño al frío y la humedad, pero pronto se volvió a dormir.

Me puse el impermeable y un sombrero y salí a la brisa. Ahora que no caían rayos no se veía gran cosa y tampoco era fácil caminar por la arena mojada y revuelta, pero logré alejarme lo suficiente como para que la casa se fuera convirtiendo en un resplandor lejano, tal vez como se ve el Sol desde las lunas de Neptuno.

Entonces, escuché un murmullo. Parecía una mezcla entre el maullido bajito de un gato sin esperanza y el llanto de un niño enfermo. Busqué con la lámpara el origen de ese sonido tan lleno de tristeza, aunque con un dejo de promesa de tiempos mejores. Lo encontré a pocos metros; recargada en uno de esos maderos viejos que a veces traen las olas. Era, claro, una sirena, con su larga cola de pez extendiéndose hasta el mar y el pelo enmarañado cubriéndole el cuerpo humano.

Cualquiera sabe que las sirenas son extraordinariamente peligrosas y perversas, que hay que mantenerse alejado de ellas y que si te vas a acercar, que sea para matarlas, sin remordimientos, porque su única función es alimentarse del alma de los viajeros extraviados. Cualquiera la sabe, pero hay una enorme distancia entre saber y hacer los ensato, así que, lentamente, me fui acercando a la sirena.

Me saludó con ese tono persuasivo que desde hace miles de años ha condenado a personas mucho más rudas que yo. Con la mente, más que con los oídos, escuché sus historias y sus promesas. Vi una vida perfecta, me vi perfecto y dispuesto a entregarme a ella, hasta que el aullido lejano y ansioso de mis perras me distrajo.

Entonces pude ver el rostro deforme, formado por tiras colgantes de piel podrida y algas verdosas, repleto de pequeños cangrejos que se alimentaban de los despojos. Olí su aliento muerto y miré el fondo de sus ojos sin vida.

Di un paso hacia atrás. Desde que vivo junto al mar llevo siempre conmigo un cuchillo para abrir los pescados que comemos, así que lo tomé y se lo enterré en el cuello, sin reflexionar en nada.

La sonrisa llena de dientes como agujas de la sirena ocupó todo el mundo mientras que un chillido lleno de odio y agonía hizo sangrar mis oídos. La bestia se escurrió hacia el mar, pero antes de perderse entre las olas, clavó su mirada en mí. Aún tenía el cuchillo en el cuello, pero qué difícil es matar a quien no tiene vida.

Regresé a la casa. Allí me recibieron las perras, con una mezcla de cariño y reproche por mi imprudencia.

Han pasado ya varios días desde mi encuentro con la sirena y no me siento bien.  No puedo dormir en las noches por la fiebre y los días los paso en una duermevela neblinosa y confusa. Casi no como y lo único que hago es acurrucarme en un rincón envuelto en una cobija. Las perras no se me acercan, me miran de lejos y emiten leves quejidos.

Yo revivo las promesas de la sirena mientras que con la mano derecha hurgo la herida putrefacta en el pecho que me dejó la mordedura que me alcanzó justamente cuando le clavé el cuchillo.