miércoles, 25 de enero de 2012

Celos II

Muchos piensan que los celos son una enfermedad y, como tal, tiene sus días malos y sus días buenos. Si quienes creen eso tienen razón, entonces yo estoy enfermo. En ocasiones, imaginarte durmiendo a su lado, pensar en que te mira mientras te cepillas los dientes, saber que tú le dices “amor” cuando te llama por teléfono, todo eso se convierte en un puño que se forma dentro de mi pecho y no me deja respirar, me ahoga igual que si estuviera sufriendo un infarto. La visión se oculta detrás de un velo rojizo, la cabeza me retumba y los oídos me sangran.

Entonces, me convierto en un pájaro de ceniza negra y opaca, con bordes azules. Salgo por la ventana buscando presas para clavarles mi pico y mis garras. Encuentro una pareja de enamorados, que caminan felices y hacen planes tomados de la mano; me lanzo hacia ellos para  rasgar sus pechos y gargantas. Por las heridas penetra la baba viscosa y purulenta de los celos.

Ellos no se dan cuenta de nada, pero cuando reanudo el vuelo, ya no se miran con ternura y de sus bocas dejan de salir los “te amo”; ahora se observan con desconfianza y se lanzan reproches mutuos.

Vuelo largas horas, provocando pesadillas que los niños recordarán incluso el día de sus lejanas muertes, lastimo a los perros dormidos y mato a los pajaritos en sus jaulas. Hago que la leche se agrie en los vasos y la carne se corrompa en los platos, pudro las frutas y salo las sopas. Las cuentas de los comerciantes no cuadran y las construcciones se tuercen. Nadie confía en nadie, ni en ellos mismos.

Voy dejando un rastro verde mientras vuelo sin encontrar alivio hasta que termina la madrugada y un sol enfermo y desganado tiñe de amarillo pálido las nubes grises y marrones. Entro por la ventana  y me revuelvo en la cama sudoroso, con los ojos enrojecidos, con las uñas mordisqueadas y la garganta reseca. El único consuelo que tengo es que ese ha sido uno de los días buenos.

lunes, 23 de enero de 2012

Caminata

Siempre que estoy cansado o deprimido siento la necesidad de acostarme en la noche y quedarme dormido con la ropa puesta, a veces incluso con las botas, como si estuviera preparado para salir de improviso para algún asunto urgente. Hoy me duermo vestido. Camisa de manga larga, jeans, botas, incluso mi chamarra de cuero gruesa; ni siquiera me quito los lentes de contacto.

Me acuesto y jalo una cobija para cubrirme con ella. Tampoco apago la luz, a pesar de que el foco encendido me da directamente sobre los ojos. Tengo mucho sueño, estoy muy preocupado. No he dejado de estarlo desde que nos vimos la última vez. No estoy cómodo, pues empieza a hacer calor y las noches ya no son frías, salvo quizá en la madrugada.

Sueño muchas cosas, desordenadas, sobrepuestas. Te veo, me veo, veo a otros, no veo a nadie, todo al mismo tiempo, todo de manera inconexa. Siento angustia, me doy vueltas en la angosta cama, tiro la cobija y la almohada, jalo la cortina, la arranco del cortinero y me enredo en ella. No puedo respirar y me despierto asustado, desorientado.

Hay mucha luz, pero veo en el reloj que son las tres y media de la madrugada. ¡Ah! Recuerdo que dejé encendido el foco. Tomo agua directamente de la botella y derramo bastante. Me mojo la chamarra y el pantalón. Me duele la cabeza.

Levanto las cobijas, pero no me tapo con ellas, me acuesto encima y miro el cielo rojo oscuro de la noche citadina. Me doy cuenta de que arranqué la cortina, pero no tengo ganas de volverla a poner.

Aunque pensé que no me podría dormir, casi de inmediato estoy soñando nuevamente. Estoy en una playa de piedritas redondas. El cielo está nublado, lleno de nubes grises con bordes amarillentos y verdosos. De tanto en tanto, se ven intensos relámpagos. Sé que mar adentro está lloviendo y pronto el temporal llegará a la playa. El mar se ve intranquilo, con grandes olas plateadas que golpean la costa.

Camino bordeando el mar, sin que me mojen las olas. Sé que tú estás acá, en algún lugar, pero lejos de mi alcance. De todas maneras no te busco, creo que es inútil  hacerlo. Pienso que si tú quieres, aparecerás, pero esa certeza no me alivia, por el contrario, me hace daño.

Ahora, en la playa hay cangrejos. Miles de cangrejos diminutos que corren enloquecidos y se amontonan unos encima de otros. Los piso y sus caparazones revientan; los sobrevivientes se abalanzan a comer los pedazos blancos y rosados que quedan, sin importarles la suerte de los muertos. Me parece que ellos lo consideran un regalo.

No quisiera pisarlos, pero no hay forma de evitarlo. Sigo caminando hasta una piedra muy grande. Subo en ella y veo que del otro lado ya no hay cangrejos ni playa de piedritas, sino un bosque verde oscuro y fresco. Bajo de la piedra y me interno entre los árboles altísimos.

De repente estoy otra vez en mi cuarto. Me siento cansado y sediento. Abro el refrigerador y tomo casi medio litro de leche de un trago. Me quito la chamarra y las botas. Algo me llama la atención. En el dibujo de la suela hay carne como de pescado rosa y blanca; también, fragmentos de caparazón. Saco los zapatos al lavadero y los enjuago; no quiero que al rato mi cuarto huela a basurero.

Creo que ahora sí estoy más cerca. Te lo dije, no tengo que buscarte; de alguna manera, en este mundo o en algún otro, mis pasos se dirigen hacia ti.