miércoles, 23 de diciembre de 2009

Esteban Rivera Mortis

Sometimes it’s like someone took a knife baby
Edgy and dull and cut a six-inch valley
Through the middle of my soul

Bruce Springsteen. I’m on fire

¡Ya me quiero morir!”, grita su mente. No, no puede estar vivo cuando lo más emocionante de su vida conciente ha sido manejar 150 kilómetros de ida y vuelta hasta Piedras Negras para entrevistar a un luchador llamado El hijo del Sándwich de Queso, campeón de la región Norte de la República, con un coeficiente intelectual comparable a su nombre.

Al menos eso fue suficiente para obligarlo a reaccionar, mandar a la chingada a su jefe de redacción y llenar su mochila de Wangler y la de Marlboro con cuanto pantalón de mezclilla, camiseta sucia, calzones, botas y calcetines cupieron, que tampoco eran tantos, aventarlas al asiento trasero de su maltrecha durango y regresarse directamente a México, a buscar ahora sí su destino.

Pero las cosas siguen iguales. El ambiente gris del invierno defeño no ayuda a curar su depresión. Tampoco el hotel corrientòn, aunque limpio y con estacionamiento, que se va comiendo sus magros ahorros.

Esteban Rivera está condenado.

Algunos días el mundo despierta envuelto en capas de melancolía, tristeza, desánimo y opresión arrolladas fuertemente alrededor del alma de las personas de tal manera que la gente no puede hacer mucho más que llorar y lamentarse por todo el bien perdido, por todo lo que no se ha hecho, por todo lo que se dejó pasar.

A veces, esas capas de lodo, plumas, paja y algodón que conforman la sensación de que nada vale la pena, que todo podría irse al diablo en este mismo momento (y no porque así estaría mejor, sino porque, simplemente, así no estaría), desaparecen antes del primer café del día y casi se olvidan, aunque en ocasiones dejan un leve dolor de cabeza o la sensación de “creo que me voy a resfriar”.

Sin embargo, en ocasiones la asfixia que oprime el alma se pega al rostro y extiende sus tentáculos hacia la nariz, la boca, los ojos y los oídos, se mete al cerebro y empieza a hurgar entre los pliegues que forman las neuronas, irrumpe en los caminos de comunicación de las dendritas y lleva a que el afectado se dé cuenta de que en realidad, eso que uno cree que es vida no es más que ilusión, que en realidad, uno está muerto.

Y sí. Esteban Rivera está muerto. O al menos, muerto en vida, como los despojos devoradores de cerebros de Romero, como los Rolling Stones o como Chabelo. Está muerto desde hace mucho, pero no se ha dado cuenta, o le da flojera, o tal vez la maldita inercia o las vacaciones del ángel de la muerte, pero uno (que en este caso no es otro que el maestro equivocado, dividido y atropellado) sigue caminando por ahí, dando clases, tomando café con leche o yendo al cine. Algunos, los más afortunados, incluso siguen ganando dinero con su trabajo diario.

Sin embargo cuando el cerebro, que a fin de cuentas a veces no es más que un administrador resentido, o la conciencia para los que creen en ella, o una vecina metiche, se encargan de avisar al dueño del cuerpo que su tiempo ha terminado, que su organismo ya rebasó la fecha de caducidad, que es hora de dejar de consumir oxígeno inútilmente, no queda nada más que aceptar el hecho y buscar ordenadamente la salida más cercana.

Por eso, y sólo por eso, Esteban se afeita ese día con una navaja casi sin filo y oxidada que lo deja lleno de heridas, se va caminando por la calle de los mariguanos, le mienta la madre a unos judiciales panzones que están tomando cerveza en su Stratus se pone enfrente de un microbús manejado por un tipo crudísimo y de mal humor, pero es como si fuera invisible. Nadie lo toca, nada lo lastima.

Cruza la calle con los ojos cerrados, baja por un oscuro paso de peatones en el centro y come tacos de suadero junto a un drenaje destapado. Llega a un cajero, saca cinco mil pesos y los cuenta en plena calle, rodeado de ojos avariciosos, se le queda viendo a los tipos más malditos que se cruzan en su camino y nada. Pero nada de nada. Lo cubre un manto de invisibilidad que los propios elfos envidiarían.

Esteban Rivera está funcionando en modo lemming. Busca terminar una existencia que ya no es vida, así que sigue bajando a los infiernos para que una bala justiciera, un afilado puñal cebollero (sí, que sea cebollero, por favor) o una madriza de órdago arreglen el desequilibro que su presencia causa en la realidad.

Así, entra de lleno a una calle donde los granaderos del gobierno solar, que en ese momento visten la camiseta de un consorcio mueblero-financiero-mediático, desalojan unos peligrosos ambulantes armados de chicharrones de harina, pepitorias y algodones de azúcar; expresa su simpatía por el legítimo, el espurio o el aclamado en sendos, pero contradictorios, mítines; entra a un estadio a gritar ¡viva el Santos Laguna! en la porra de las Mariposas de Michoacán… y la muerte como si fuera policía federal de turno, sigue ignorándolo,

No paga en el antro de Polanco, empuja al cadenero en Revoluciòn, se sube a la pista del table y empuja a Sue-Shantal, le dice joto a su vecino de barra en la cervecería de Av. Jalisco. La marca de la muerte funciona en ambos sentidos. Está sentenciado, pero nadie se atreve a tocarlo.

¡Pobre Esteban Rivera! ¡Pobre tipo ignorado! Sabe que está muerto, pero no puede concretarlo, por más que haga lo que la sabiduría popular y la lectura de los periódicos indiquen. Toma taxis piratas de noche en avenidas oscuras, camina por el carril de alta del periférico, pasa por debajo de todas las escaleras que puede, come carne roja, bebe refrescos de dieta y se entretiene mirando cómo da vuelta una taza de agua en el microndas, pero nada.

¿Por qué no puedo morir?”, se lamenta Esteban Rivera. “¿Por qué no puedo morir, si ya estoy muerto?”, grita el escritor devenido en periodista, golpeado por el tiempo, olvidado por la gente, mordido por la perra vida.

domingo, 6 de diciembre de 2009

La lluvia eterna

Sigue lloviendo. Llueve desde hace mil años y parece que seguirá lloviendo otros mil. Los peces nadan a la altura de las ventanas, las aves vuelan en el fondo de los ríos buscando gusanos para alimentar sus empapados polluelos.

Los perros decidieron dejarnos. Mustios, temblorosos, rehuyendo el contacto, pero firmes, nos avisaron que les dolía mucho, pero que se iban a las montañas, al desierto o a cualquier otro sitio en el que no hubiera tanta agua. “Tenemos hongos en las uñas y algas en los ojos”, aullaron antes de irse.

Ellos al menos se despidieron. Los gatos, los borregos y las vacas desaparecieron una noche; los caballos, los chivos y los pollos se fueron al día siguiente. Nadie aguanta la lluvia… salvo los peces y los pájaros, quienes ahora juegan juntos a dar vueltas en el agua y en el aire.

Camino con el agua hasta las rodillas en mi refugio impermeable, tomo un libro y veo como se disuelve lentamente. Arroyos de tinta sepia y verde salen por debajo de la puerta y se unen a un torrente mayor predominantemente azul y ocre que viene del periódico del pueblo.

Extraño los días tibios de antaño. Añoro, incluso, el sol abrasador que me quemaba el cerebro cuando estuve en las selvas secas. Daría mi peso en diamantes azules, verdes y negros --¡ahora tengo tantos!-- por cinco minutos sin agua; toleraría, incluso, un poco de humedad.

Tampoco hay música. El rumor del agua y los truenos apagan cualquier intento de armonía, cualquier barrunto de armonía. Por supuesto, no hay aromas ni sabores; los caldos espesos y los guisados con especias, lentamente sazonados y hervidos, son ahora poco más que una leyenda.

Abro mis manos. Un torrente salobre, tibio, musical envuelve mi cuerpo, lame mi rostro. Por un momento, desaparece la lluvia, se aleja vencida por un líquido carmesí violento, que huele a hierro, que sabe a vida.

Lentamente, el mundo se entibia, pero ya casi no me doy cuenta. Mis ojos se cierran, mi cerebro se apaga y ya no me importa que, afuera, sólo haya agua; agua fría, agua de tristeza y de abandono.